Cohesionada por la certidumbre de que el archifamoso mingitorio de Duchamp marcó el comienzo de un cambio definitivo en la naturaleza del arte y desencadenó un imparable salto hacia el futuro, la nueva clase curatorial apoya sus prédicas en el mito del mingitorio y en el dogma de la infalibilidad del crítico norteamericano Arthur Danto, autor de la célebre y dudosa teoría de los objetos indiferenciables.
El gran desafío filosófico del momento, dice Danto, consiste en determinar por qué, de dos objetos exactamente iguales e indiferenciables entre sí, uno es arte y el otro no.
Danto compara la caja de Brillo que Warhol trasladó del estante del supermercado a la galería de arte con cualquiera de las muchas cajas iguales que prosiguieron su destino en las estanterías del supermercado. Son iguales pero diferentes, dice Danto, porque la caja elegida por Warhol se transformó en una obra de arte, en tanto que la otra caja siguió siendo un simple producto de limpieza.
Pensar que un objeto cualquiera pueda convertirse en una obra de arte sólo porque a un artista se le da la gana suena bastante poco sensato, pero Danto está convencido de que es así, aunque no intenta demostrarlo.
Se limita a afirmarlo, y le otorga a su convicción personal el carácter de una demostración objetiva o de una verdad universal. “Muchos dijeron entonces que lo que Warhol había hecho no era realmente arte, pero yo estaba convencido de que era arte” (1), escribe. Y agrega: “La verdadera pregunta filosófica… es cómo evitar su simple disolución en la realidad” (2).
Esto último es muy pertinente, porque resulta inevitable presumir que si la caja de Brillo vuelve al estante del supermercado nadie podrá reconocerla como una obra de arte. Pero Danto no se da por vencido ante ese pequeño escollo y sigue afirmando que la caja de Brillo es arte, aunque no propone ninguna razón para probar su hipótesis.
La caja de Warhol es arte, nos dice, porque "yo estaba convencido de que era arte”. La otra no, y punto. Se trata de la misma lógica que transformó al mingitorio de Duchamp en una obra de arte: es arte porque lo eligió Duchamp, y Duchamp es un artista porque convirtió un simple mingitorio en una obra de arte.
Lo mismo puede decirse de Damien Hirst: el tiburón es arte porque Hirst lo dijo, y Hirst es un artista porque transformó al tiburón en arte, y porque el magnate Abramovich pagó por él diez millones de libras. Este razonamiento circular es aparentemente fácil de entender, pero a mí me resulta tan inalcanzable como la más remota de las galaxias.
¿Por qué debo creer que una caja es arte y la otra no?
¿Y por qué debo creer que el bendito mingitorio y el tiburón son obras de arte?
¿Sólo porque el beneficiario de una burbuja inmobiliaria, financiera o petrolera pagó diez millones de libras por un tiburón?
¿Acaso Warhol y Duchamp tenían la varita mágica que convierte en arte todo lo que toca?
Por más que me rompa la cabeza, el asunto me resulta tan indescifrable como los pensamientos de un erizo de mar.
A veces tiendo a creer que la clave del arte conceptual gira en torno de tres posibilidades:
a) es una gran tomadura de pelo;
b) es un complot armado por Duchamp, Warhol y Damien Hirst para proveer a los medios de comunicación de las noticias estrafalarias y absurdas que complementan los asuntos políticos y policiales;
c) es, tal vez, una nueva religión.
Esta última hipótesis me parece bastante plausible, porque las religiones son una cuestión de fe, y los creyentes no suelen poner el tema de los milagros bajo la lupa de la racionalidad.
Ante la carencia de argumentos racionales, se debe tener fe en algún conocimiento secreto que Danto no puede revelar al resto de los mortales, y que le permite asegurar que la caja de Brillo es una obra de arte. En otras palabras, se debe tener fe en que Warhol tiene el poder de convertir en arte todo lo que toca, y que Duchamp también lo tenía.
Y para continuar se debe tener fe en que los llamados nuevos medios (performances, ensayos digitales, fotografías, street art, videos y el sinfín de ocurrencias que se irán agregando bajo los generosos y falaces rótulos de exploración, investigación o reflexión) también son arte. De esta manera entramos de lleno en la dimensión religiosa, que nos obliga a aceptar la ilusión del arte a pesar de que las cosas que se presentan bajo ese rótulo y las afirmaciones en las que se apoyan adolecen de una absoluta falta de sentido.
Mi problema es que la apelación a la fe me hace sentir tan estúpido como un comprador de talismanes para adelgazar o de jarabes para rejuvenecer. Me explico: como cualquier ciudadano común y corriente disfruto de las buenas novelas, los relatos cinematográficos bien construidos, los ensayos inteligentes y reveladores y las pinturas hechas en las grandes épocas del arte con un virtuosismo que parece sobrehumano.
Tengo la total seguridad de que a un espíritu despierto le basta con ver una sola vez una obra de Leonardo, Rembrandt o Caravaggio para recibir una impresión que lo acompañará durante el resto de su vida, y estoy igualmente convencido de que la casi totalidad del arte contemporáneo se fuga de nuestra memoria al minuto siguiente de verlo, porque ningún sofisma curatorial podrá evitar que los fragmentos de realidad se disuelvan en la realidad.
La indestructible fortaleza del arte de los viejos maestros, o de las llamadas disciplinas canónicas, que los profetas del arte oficial consideran definitivamente superadas, reside en el deber de inteligibilidad y comunicación racional basado en límites, reglas y objetivos bien establecidos, que definen su identidad tal como pasa en las ciencias duras, los deportes competitivos, el cine y la literatura.
Esos límites y reglas fijan el marco racional que nos permite entender el acontecimiento, evaluar su calidad y establecer cuáles son los actores más dotados. Si borramos esas reglas y límites ingresamos a la dimensión del absurdo y el sinsentido, donde nada tiene significado y todo se torna igualmente olvidable.
Para ser conmovido y experimentar una emoción estética necesito, como cualquier ciudadano corriente, entender lo que se ofrece a mi entendimiento, y para entenderlo necesito que la obra exprese por sí misma su contenido y me trasmita su peculiar visión del mundo merced a la eficacia de sus medios.
Lo paradójico e irónico del caso es que luego del vaciamiento de sentido provocado por el afán de abolir los límites del arte y por la consiguiente afirmación de que cualquier cosa puede ser una obra de arte, los responsables de ese vaciamiento se adjudicaron la función de fabricar interpretaciones, lecturas y teorías destinadas a llenar el vacío que ellos mismos habían generado.
Otra paradoja es la proliferación de nuevas carreras universitarias que ofrecen la formación de curadores, administradores, promotores, gestores, facilitadores, operadores, teorizadores y críticos multimediáticos, mientras en el otro extremo de la ecuación el rol de los artistas se devalúa cada vez más y tiende a confinarse en la mera ilustración de las propuestas curatoriales.
Un viraje tan dramático en la orientación del mundo artístico merece, creo, una seria indagación sobre sus causas y consecuencias.
Al exacerbar la ilusión del arte concebido como un poder mágico, capaz de transformar en obra de arte a cualquier objeto, disciplina o atributo de la realidad, resulta inevitable que el valor artístico sufra un severo desplazamiento, y que los artistas y sus obras tiendan a hundirse en la irrelevancia.
Una vez que ha logrado apropiarse nada menos que de la construcción de sentidos, la nueva burocracia de curadores y teorizadores convierte a los artistas y sus obras en pretextos intercambiables: tanto da uno como otro, porque lo verdaderamente importante es el guión curatorial.
Hoy proponen una“reflexión” sobre los efectos de la deforestación intensiva o la situación de la mujer, y mañana llamarán a “investigar” o “explorar” los procesos de legitimación artística, el calentamiento global o el comportamiento del mercado de arte.
Es evidente que toda la miga del asunto está en la convocatoria.
Sometidos a esa dinámica, muchos jóvenes artistas emergen con grandes expectativas sólo para ser velozmente sumergidos, y los réditos de la operación pasan a engrosar la cuenta corriente del curador.
La última paradoja, nada menor, por cierto, es el hecho de que esas estrategias se llevan a cabo invocando la libertad de pensamiento, como si no existiera el inviolable corsé ideológico que establece la sujeción al dogma duchampiano, cuya recusación coloca a los heréticos fuera del marco institucional.
Recuerdo una anécdota que ilustra muy bien ese punto: hace unos años me sorprendió saber que el consejo superior de la facultad de ciencias sociales de la UBA había propuesto POR UNANIMIDAD el nombramiento de Fidel Castro como doctor honoris causa. Poco después, al encontrarme con un amigo sociólogo le expresé mi extrañeza:
–¿Cómo puede ser que en el consejo superior de tu facultad todos piensen igual?
–Estás equivocado; hay muchas posiciones diferentes.
–Pero propusieron nombrar doctor honoris causa a Fidel Castro, ¡POR UNANIMIDAD!
–Ah, eso sí; hay muchas divergencias, pero con Fidel estamos todos.
La explicación le cabe perfectamente a la burbuja tribal e irracionalista del arte contemporáneo, que fagocita instituciones, bienales y museos en todo el mundo: hay muchas posiciones pero con Marcel Duchamp estamos todos.
La clave de la cuestión reside en la lógica interna de las instituciones adversas al pluralismo, que se organizan en torno de un conjunto de ideas centrales elevadas a la categoría de dogma y ungidas con la lógica de la bola de nieve.
La ideología dominante baja de la cúpula con una fuerza gravitatoria que crece a toda velocidad y arrastra cuanto se le pone por delante, con el resultado de que la libertad de pensamiento sólo tiene vigencia efectiva entre quienes comparten la ideología oficial.
A los disidentes, prolijamente ninguneados y sometidos al procedimiento silencio, les aguarda el desamparo de la intemperie, donde paradójicamente encuentran la verdadera libertad de pensamiento, porque para pensar libremente es imprescindible estar solo y estar afuera.
Es en ese marco libre de coerciones donde se hace posible la verdadera libertad de pensamiento, un factor esencial para el desarrollo de la genuina obra artística, que es un hecho estrictamente individual.
Cuando siento la tentación de revivir la emoción del reencuentro con esa clase de obras, que no corren ningún riesgo de disiparse en la realidad porque han sido ejecutadas dentro de la decantada racionalidad y los sabios límites de las disciplinas canónicas, me olvido de las burbujas y vuelvo al Museo de Bellas Artes, al Sívori, a la colección Fortabat y también (muy de tarde en tarde, ay, por las razones que imaginan) al Louvre, al Prado o al Met, entre tantos otros lugares que siguen guardando y construyendo la belleza, la sugestión y la racionalidad de la buena pintura, y no se avergüenzan de ella.
(1) Después del fin del arte. Arthur Danto. Ed. Paidós, Barcelona, 1999. Pag. 56
(2) Ib. Pag. 89