En marzo de 2008 publicamos un comentario de No hay salida (No way out, Roger Donaldson, 1987), eficaz y trepidante thriller de acción y suspense con trasfondo de política y espionaje internacional protagonizado por Kevin Costner, Gene Hackman y Sean Young, que se basa en una película anterior, esta El reloj asesino (The big clock), dirigida por John Farrow en el glorioso año de 1948 (glorioso para el cine) y protagonizada por Ray Milland, Charles Laughton y Maureen O’Sullivan (puede deducirse fácilmente cuál es el equivalente, es un decir, de cada uno en la versión de 1987), más sencillita en cuanto a implicaciones narrativas pero doblemente intensa, vertiginosa, absorbente y apasionante. Pese a haber estrenado ya películas en 1939, John Farrow pertenece a ese grupo de directores para los que la Segunda Guerra Mundial fue banco de pruebas técnico al mismo tiempo que oportunidad de despegue profesional en una carrera que se extendió hasta los primeros sesenta y que se recuerda principalmente por el western en 3D Hondo (1953), con John Wayne, y algunas obras estimables como Mil ojos tiene la noche (1948), con Edward G. Robinson, El desfiladero del cobre, de nuevo con Milland como protagonista, o Donde habita el peligro, con Robert Mitchum (ambas de 1950). El reloj asesino es una de sus mejores películas, y en ella se combina el drama sentimental, los juegos de poder y la intriga y el suspense dentro de los cánones del cine negro.
La historia, de poco más de hora y media de duración, nos sitúa al principio en una especie de comedieta de costumbres periodísticas que nos suena a otra cosa, a Luna nueva (Howard Hawks, 1940) o, como se la llama en otras versiones, Primera plana (The front page, Billy Wilder, 1974): tenemos a un periodista, George Stroud (Ray Milland), que lleva años intentando irse de luna de miel con su esposa Georgette (Maureen O’Sullivan) sin que la actualidad ni el riguroso proceder del editor del periódico, Earl Janoth (Charles Laughton), le permitan reservarse unos días para complacer a su mitad. Cuando parece que esta vez es la buena, la pericia de George en la búsqueda y el hallazgo de personas desaparecidas pone en bandeja del periódico una exclusiva que Janoth le obliga a seguir aunque tenga que cancelar de nuevo sus vacaciones y a cambio de unas promesas abstractas e imprecisas de futuras compensaciones salariales y materiales. Aquí se ven ya los primeros tintes del drama, ya que lejos de dar pie a una situación de equívocos u ocultaciones propios de la comedia, lo que se pone en riesgo es el matrimonio de la pareja o el abandono del periodismo por parte de George. Las tensiones, los desencuentros con su esposa y el enfrentamiento con el editor, a pesar de su voluntad de dejar el periódico, reúnen a George con una joven cuya insinuante presencia ya ha rechazado con anterioridad, y, tras recorrer con ella la ciudad, dando pie a pequeñas anécdotas aparentemente sin importancia que luego cobrarán dimensiones trágicas, pasa la noche en su casa. Sin embargo, ha de abandonarla rápidamente cuando su amante, precisamente Janoth, va a visitarla; ambos se cruzan en el pasillo de la casa pero a distancia, y mientras Janoth está bajo el foco de luz que lo identifica fácilmente, él sólo puede ver una figura que se escabulle por las escaleras tras detenerse a mirarlo cuidadosamente en la penumbra. Cuando a la mañana siguiente se sabe que la joven ha sido asesinada, Janoth y su secretario (George Macready), que están decididos a exculpar al editor y cargarle el muerto (nunca mejor dicho) al hombre no identificado con el que se cruzó por el pasillo, recurren a la habilidad ya demostrada de George para la localización de personas anónimas y lo obligan a hacerse cargo del asunto. Éste, desinteresado al principio, se da cuenta de que en ello va su propia vida: él sabe quién mató a la chica, y lo que es más importante, sabe a quién quieren culpar los dueños de su periódico; su caso ya no trata de una investigación, sino de una carrera contrarreloj para evitar que los múltiples indicios que lo acusan (todas las huellas de su periplo nocturno por la ciudad con la joven asesinada) salgan a la luz antes de que él posea las pruebas que incriminan a Janoth.
La película adquiere así un ritmo de tensión continuada a partir del asesinato que se mantiene durante todo el metraje: carreras, reuniones, conversaciones, llamadas telefónicas, averiguaciones y conclusiones, indicios y contraste de datos, al mismo tiempo que ocultación, manipulación e incluso huida de los testigos oculares que pueden identificar a George cuando Janoth y su secretario deducen por las pruebas de que el extraño misterioso que acompañaba a la fallecida es alguien que se encuentra en el edificio y organizan ruedas de reconocimiento dependencia por dependencia. Milland borda el personaje de inocente acorralado en busca no ya de justicia, sino de supervivencia, frente a un hombre respetable y prácticamente todopoderoso contra el que toda acusación sería calificada de infamia, un insólito Charles Laughton (insólito por su bigote), ayudado por un escudero infalible e implacable, un homosexual latente (no tan latente en la versión de 1987) que casi siente por su jefe más adoración y admiración ciega que deber de obediencia, mientras que la esposa hace de don Tancredo capeando el temporal como se presenta pero siendo un puntal decisivo para la lucha de su marido cuando todo se aproxima a estallar. Pero en la película hay un protagonista que añadir a los intérpretes: el tiempo. O más adecuadamente, su traducción a objeto físico: los relojes. Son dos los que adquieren gran notoriedad dentro del conjunto de la historia. El primero, la propia arma del crimen que da título a la cinta, objeto que oculta en sí mismo, en la hora parada en el momento del crimen, una de las claves que permite desenmascarar al verdadero culpable, pero que sólo es conocida por el inocente acusado y por quien ha manipulado el escenario del crimen para exculpar a su “amado”; el segundo es el inmenso cachivache que rige como un destino infalible el edificio donde se encuentra el periódico en el que tiene lugar el drama principal, un trasunto de la propia personalidad de Janoth, un aparato de última tecnología, un mamotreto sofisticado, sólido, exacto, preciso, que a la vez que sirve a George de refugio ocasional cuando el cerco se estrecha a su alrededor, es el juez supremo que dicta sentencia visual del tiempo cada vez más insignificante que le queda para resolver el caso y demostrar su inocencia delante los verdaderos culpables antes de que la policía tome cartas en el asunto.
Contada en flashback parcial (la película empieza por un momento cercano al clímax, con George escondiéndose en el reloj, retoma la historia desde el principio y vuelve al momento del reloj para el punto álgido final), el magnífico guión de Jonathan Latimer sobre la historia de Kenneth Fearing viene perfectamente acompañado por la angustiosa partitura de Victor Young y la espléndida e inquietante fotografía en blanco y negro, con abundante contraste entre luces y sombras, perspectivas luminosas o tétricas según el caso, y demás despliegue de efectos visuales para recrear atmósferas opresivas e incómodas propias del cine negro, obra del gran Joseph F. Seitz, contrastado autor de la fotografía de, por ejemplo, Perdición (Double indemnity, Billy Wilder, 1944). Algunos momentos poseen extraordinario vigor, siempre en tono creciente hasta el final en el ascensor, una escena que revisitarían a su manera grandes como Buñuel o Alfred Hitchcock.
Película muy recomendable a la que, por no faltarle, ni siquiera le falta alguna pequeña pizca de humor ligero e irónico, una característica muy propia de Ray Milland y más aún de Charles Laughton, que sirve tanto para caracterizar brevemente a sus personajes como para compensar en parte la tremenda angustia y la aceleración permanente sobre la que está montada la milimétrica trama de una película absorbente y precisa como el reloj que gobierna el edificio como si fuera un organismo vivo y él la abeja reina de la colmena.