En la biblioteca de mi barrio -yo entonces vivía en Madrid- tenían todos los libros de José María Parramón. (Ahora recuerdo que no estaban en la sección infantil, sino en la de adultos: Yo sería ya un adolescente, entonces), y los leí uno a uno, e hice todos los ejercicios y copié todos los modelos.
El que lo inauguró todo fue el Así se dibuja.
Ahí aprendí a encajar, a tener en cuenta las proporciones, los claroscuros... Practicaba mucho y, como digo, me fui empapando un libro detrás de otro.
En el colegio sacaba muy buenas notas en dibujo. Creía que dibujaba muy bien.
En esa época yo estaba en plena parramonia. Creía que Parramón era el summun de los dibujantes y pintores. No se podía dibujar mejor. Lo buscaba en el Espasa-Calpe de casa y no venía, y a mí eso me sorprendía mucho porque no le veía menos talla que a los artistas que sí venían.
El sueño de mi padre era que yo, su primogénito, estudiara ingeniería de telecomunicaciones: lo que él habría querido estudiar pero no pudo. (Mis abuelos no se lo podían permitir y él había tenido que ponerse a trabajar a los quince o dieciséis años, sin ni siquiera terminar el bachillerato).
A mí las matemáticas y la física se me daban bastante bien, y lo de ser ingeniero no me parecía mala cosa, aunque me habría parecido bastante mejor si alguna vez hubiera entendido qué coño era la electricidad.
(Puntualizo pues: La física, excepto la electricidad, se me daba bastante bien).
Pero me gustaba mucho dibujar. Me sentía muy "artista". Y si se me daban bien las matemáticas y la física (sí, ya lo sé, menos la electricidad), pero también quería dibujar, ¿qué podía estudiar? ¡Exacto!
A los diecisiete años entré en la escuela de arquitectura. En "Análisis de Formas I" (la asignatura de dibujar-dibujar) patiné desde el primer día.
Ese primer día, en medio del desastre habitual (grupos aún no formados, listas incompletas...) nos dijeron que dibujáramos lo que nos diera la gana, por tenernos entretenidos unas horas.
Los alumnos más avisados sacaron una hoja grande de papel (un metro por setenta centímetros) y la clavaron a los caballetes. (Cada caballete tenía un tablero de madera del año que abrieron la escuela, en el que los papeles se clavaban con chinchetas o se sujetaban con pinzas. Los tableros, por tanto, eran acericos todo astillas y agujeros). Yo, que no tenía otra cosa, saqué del bloc de anillas una hoja cuadriculada A4.
Los demás alumnos dibujaron el aula, o a otros compañeros, o hicieron algún diseño abstracto. Yo saqué lo primero que encontré, un folleto que tenía en el bloc (me da hasta vergüenza decirlo: una publicidad de UNICEF que mostraba a un niñito africano) y lo copié.
Cuando los profesores se cansaron nos dijeron que nos fuéramos y dejáramos el dibujo en el caballete. Ahora me da muchísima vergüenza (y por eso lo cuento), pero entonces yo estaba empanado y no me enteraba de nada.
Os podéis imaginar cómo fue ese curso. Conté algo aquí. Naturalmente, suspendí. Naturalmente, el verano siguiente me apunté a una academia. Juan Ramón y Potoko me enseñaron a dibujar. Y, sobre todo, las horas y horas y horas, y los dibujos y dibujos y dibujos, me enseñaron a dibujar.
Juan Ramón y Potoko eran muy diferentes. Juan Ramón era muy pulcro, muy fino, muy educado, y Potoko era muy explosivo, muy campechano y muy gamberro. Los dos dibujaban de muerte. De Juan Ramón sé que ilustra libros juveniles y de vez en cuando veo alguno nuevo en las librerías, pero de Potoko no sé absolutamente nada(*).
Hasta muchos años después no me reconcilié con Parramón, que en esos momentos había quedado bruscamente relegado a maestro decepcionante, a falso profeta, a engañifa de críos que me había desviado del correcto camino.
Hace pocos años, por pura nostalgia, he comprado alguno de aquellos viejos libros de Parramón (colección "Aprender Haciendo") que estudiaba de adolescente en la biblioteca pública de mi barrio (hoy ya desaparecida) y los he vuelto a hojear con gusto, aunque sin hacer ya todos los ejercicios, ni mucho menos. Y la verdad es que están muy bien.
Me he puesto a escribir esta entrada sin saber a dónde quería ir a parar. Tal vez de lo que se trataba hoy era de decir que si no hubiera sido por el maldito dibujo yo habría estudiado ingeniería de telecomunicaciones, habría hecho más feliz a mi padre, llevaría muchos años trabajando en Telefónica (bueno, y ya estaría prejubilado) y mi vida sería otra, tal vez más feliz y más completa que la que llevo, quién sabe, y desde luego bastante más decente. Todo ello, naturalmente, si hubiera sabido por fin qué coño es la electricidad, y no digamos ya la electrónica.
(*) De Potoko no sabía absolutamente nada hasta este momento. Me he puesto a buscarle por la red a ver si encontraba algún link para ponerlo como vínculo en su nombre y he visto que tiene perfil de Facebook, aunque no pone nada desde 2016. Le pido amistad ya mismo. No se acordará de mí porque pasé por la academia hace cuarenta años y han pasado tantísimos que imaginaos. Me alegra saber de él y mirar sus dibujos.