El 24 de agosto del año 79 se asoló por completo la antigua ciudad romana de Pompeya. Todos fueron atrapados, en aquella mañana, entre las cálidas lavas de su refugio, o entre las letales, ahora, nubes gaseosas de su desecho. Habían soportado muchos años antes otras erupciones, pero nunca como aquélla. Incluso días antes de la tragedia recibieron los efectos de algunos temblores recurrentes. Pero, nada, sus habitantes andaban seducidos con sus vidas, bajo aquel maravilloso cielo azul que les cubriera. Entonces, ese lugar y su montaña, era todo lo que ellos anhelaban en la Tierra; un espacio tan paradisíaco como éste.
¿Cómo, se deberían preguntar algunos de ellos, un espacio así, bendecido ya por una belleza natural tan excelente, podría si acaso dañar algo a sus felices y admirados pobladores? Pero, es que la belleza no ejecuta su sentido en cuestiones tan banales, no se ocupa de debilidades, necesidades, remilgos, o sinestesias tan humanas. No. La belleza se padece así en todos sus efectos, con sus caprichos, que deslumbran cuando no se sufren tan directos, con sus placenteras emociones, que regala ahora desde lejos, con su generosa, a veces, dedicación exclusiva, que nos ofrece, eso sí, sin fijar ni fechas ni detalles. Y la perdonamos siempre, siempre ya, sin rencores ni aspavientos, porque es inútil, sin sentido; ella es eterna, nosotros efímeros.
Pero sin embargo cuando, ajena ya, aunque nosotros la reconozcamos siempre como propia, ahora nos atropella injustamente, quedamos asombrados, sin creerlo, totalmente fallecidos para siempre; incluso, incrédulos pasamos de sentir a no entenderlo. Y así, como aquellos habitantes desolados, quedamos petrificados, permanentes en el barro, en nuestra ya ridiculamente sensación enamorada. Todo ahora ya ha terminado, ahuecado así el suelo, y las esencias, de lo que una vez fue una inmensa sensación indescriptible. Como ésta, que contemplan, luego, las visiones de un paisaje inerme, estéril, hermoso e inocente. ¿Quién, podría decir entonces alguien, quién imaginar siquiera que, aquella belleza subyugante, pudiera ser ya, ahora, tan cruel, y tan sincera?
(Óleo del pintor ruso Karl Briullov, Los últimos días de Pompeya, 1833, Rusia; Fotografía del volcán Vesubio en la actualidad, Pompeya, Italia; Lienzo Paisaje con el Palacio de Caserta y el Vesubio, 1793, del pintor Jacob Phillip Hackert, Museo Thyssen-Bornemisza.)