En los primeros días del mes de septiembre del año 1859 los sistemas telegráficos, que tan sólo dieciséis años antes comenzaron a ser implantados tanto en Europa como en América, empezaron a fallar de modo sorprendente. Se produjeron cortocircuitos en las estaciones, que causaron multitud de incendios en el papel telegráfico. Un fenómeno curioso alarmó, también, cuando los telegrafistas desconectaron las baterías que alimentaban de energía a las líneas: los mensajes seguían transmitiéndose sin embargo. El 1 de septiembre de ese año Richard Carrintong (1826-1875) se encontraba en su pequeño observatorio de aficionado, en Inglaterra, cuando, en una mañada despejada, su telescopio proyectó una imagen del Sol sobre la pantalla del mismo. De pronto observó que, entre las manchas solares que había capturado el aparato, aparecieron dos brillantes y cegadoras gotas blancas mezcladas entre ellas. Quiso que alguien más comprobase lo que veía, pero para cuando volvieron las gotas se habían contraído hasta llegar a desaparecer.
Al día siguiente -2 de septiembre de 1859-, sobre los cielos de toda la Tierra fueron vistas auroras de color rojo, verde y púrpura; eran tan fuertes y brillantes que parecía que fuese de día, y fueron vistas, incluso, en latitudes nada habituales, tan tropicales como Cuba o Hawai. Lo que Carrintong llegó a ver, y los telégrafos sufrieron, fue una poderosa y nada frecuente erupción solar. El Sol, ese día, emitió una inmensa llamarada -eyección de la corona solar- que permitió a multitud de partículas solares -cargadas magnéticamente- entrar, peligrosamente, en la atmósfera. Hasta entonces no se había comprobado tal fenómeno, o nadie se había percatado de ello, pero, la realidad es que cada 500 años aproximadamente se pueden producir. De llevarse a cabo hoy una erupción solar de las características de 1859 los dispositivos electrónicos sufrirían daños que paralizarían toda la actividad humana.
Somos como niños jugando en el jardín trasero de un hogar que creemos protector y seguro, con la certeza que da la inconsciencia de la infancia. Pensamos que nada nos puede suceder, y caminamos satisfechos y valientes hasta la cerca limítrofe del jardín. Y casi salimos al exterior, confiados y complacientes. Pero, afuera, esperando agazapado, no hay más que abismo, sorpresa, desatino, contingencia, desamparo y daño. También, a veces, dentro. Eso, quizá, sea lo peor. Lo que nunca sabremos, sin embargo, es dónde ni cómo ni cuándo.
El escritor norteamericano Paul Bowles (1910-1999) escribió en 1949 la novela El Cielo Protector. La obra cuenta el relato de unos viajeros americanos que se adentran en el desierto marroquí de la posguerra. Su narrativa logra exponer, con una maestría efectista, dos sensaciones entrelazadas en su desarrollo, el desierto exterior -maravilloso y alarmante- del Sahara africano, y el desierto interior -espantoso y sobrecogedor- de los personajes. Fue llevada al cine en 1990 por el genial director Bernardo Bertolucci.
Y así, como Bowles desgarra la naturaleza humana tan genialmente, casi al final de la novela, el narrador nos dice: Renunció a seguir luchando. La hicieron sentarse y se quedó así, con la cabeza echada hacia atrás. El súbito rugido del motor derrumbó las paredes del cuarto donde estaba acostada. Tenía delante de los ojos el cielo azul violento, nada más. Durante un tiempo interminable lo miró. Como un ruido todopoderoso, lo destruía todo en su cerebro, la paralizaba. Alguien le había dicho alguna vez que el cielo esconde detrás la noche; que protege al que está debajo del horror de lo que hay arriba. Miraba sin pestañear el sólido vacío y empezó la angustia. En cualquier momento podía producirse el desgarrón, separarse los bordes, abrirse las entrañas de un abismo insondable.
(Cuadro del pintor inglés Joseph Mallord William Turner, Una ciudad a orillas de un río con crepúsculo, 1833, Tate Gallery, Londres; Óleo Puesta de sol en Pays de Caux, 1828, del pintor inglés Richard Parkes Bonintong, 1802-1828; Óleo del pintor francés Delacroix, Estudio del cielo en una puesta de Sol, 1848; Cuadro del pintor Turner, Declive de Cartago, 1817; Fotografía de la NASA, cielo de Flagstaff, en Arizona, EEUU, donde se aprecian la nube lenticular sobre un pico montañoso y varias constelaciones -Casiopea, Cefeo, Cygnus, en el extremo inferior izquierdo, a la derecha la estrella fulgurante Deneb; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Neubrandenburg, 1817, Alemania; Fotograma de la película El Cielo Protector, 1990.)