Yo soy científico y huyo de la superstición, pero reconozco que hoy en día hay cosas que la ciencia no puede explicar. Como lo que me ha ocurrido con mi begonia. Con mi begonia, tiene que haber alguna explicación racional o ser una casualidad como otra cualquiera.
Hace dos años que sembré mi patio. Para hacerlo, le pedí a mis amigos que me trajeran plantas de su casa, de forma que recordara algo de ellos cuando las ciudara: el ficus me lo trajo Paco; la cinta, Carmen; el aloe vera, Lucía; la falsa parra, Javi; el cactus rojo, los chicos del hospital y así, muchas más.
Entonces, una paciente me regaló un trozo de su begonia. Yo lo planté en un tiesto, donde se mantuvo moribundo mientras que sus compañeras crecían rápidamente. Mientras que la paciente pasaba por una enfermedad de muchos meses, la begonia permaneció inmutable. Finalmente, la paciente se acabó operando y se curó y, como por arte de magia o por simple sugestión, aquella misma tarde de la operación, noté que la begonia había empezado a crecer y que estaba cuajada de capullos.
Es verdad que hay una gran variedad de begonias y que pueden florecer en cualquier época del año; así que me sonreí por la casualidad de que la planta hubiera decidido reaccionar precisamente aquel día después de diez meses de hibernación. Desde aquel día, la planta ocupa un sitio importante en mi jardín y muchas visitas no dudan en elogiar su vitalidad.
Hace unos días, ofrecí un esqueje de ella.
-Si tanto te gusta la begonia, llévate un trozo. Prende fácilmente.
-Huy, no, qué va. Yo no me llevo begonia.
-¿Por qué?
-Porque esta planta crea un vínculo con la persona que te la da. Si se te pone fea, es que quien te la ha regalado tiene algún problema de salud; y si florece, todo lo contrario. No, no, yo no quiero que me des un trozo de begonia; es una planta que me crea mucha inseguridad.
Después de semejante declaración, no le conté la historia real de la begonia; sobre todo porque yo creo en la ciencia y sé que esto no puede haber sido más que una casualidad. Pero ahora, cada vez que riego la planta, la veo con otros ojos. Porque, si hace doscientos años yo hubiera intentado convencer a un otorrino de que determinados cánceres de laringe pueden curarse con radioterapia, una fuerte energía que ni se ve ni se oye, seguramente habría pensado que el éxito de la terapia era fruto de la casualidad y la superstición, porque su propia ciencia habría sido incapaz de comprender un fenómeno como éste.