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¿Sabéis que creo firmemente que, en ocasiones, algo tan banal como romperse una uña podría dar un giro de 360 grados a nuestra vida? Dicho así quizás os suene un tanto exagerado, pero es que siempre he sido una #dramaqueen y, todo sea dicho, me enorgullezco de ello. Esta mañana llegué a casa con una ligera sensación de tensión arraigada en todo cuerpo, demasiado frecuente desde hace ya varias semanas. Al dejar las cosas de cualquier manera y disponerme a ya no recuerdo qué me di un señor golpe en el dedo corazón (sí, el más útil en varias ocasiones) y por poco me parto la uña en dos. Afortunadamente me he echado a llorar como una niña pequeña. Y digo afortunadamente porque, de no ser así, habría ido a trabajar llena de negatividad e insatisfacción, algo que no debería permitir. Y de nuevo me encuentro pensando en lo estrictamente necesario que resulta frenar, analizar y decir basta de vez en cuando. Trabajar es primordial, pero no prioritario. Estudiar es básico, pero no prioritario. Complacer a todo el mundo está muy bien, pero no es prioritario. Y como esto, un largo etcétera.
Llevo tres años estudiando japonés (sí, yo tampoco entiendo a día de hoy cómo puedo haberme lanzado a esta piscina) y aunque al principio era una experiencia increíblemente enriquecedora, este año se me hace muy cuesta arriba porque las horas que dedico a mi trabajo han incrementado y no le dedico absolutamente nada de tiempo al idioma fuera de las clases. Por lo tanto, me veo en una situación que me provoca muchísimo estrés, porque quiero seguir con las clases (principalmente por respeto a mi profesora) pero me supone un mundo asistir durante hora y media dos veces por semana a una sesión donde solo entiendo el 25% de lo que se dice (y estoy siendo muy generosa). Para más inri, al llegar a casa lo primero que hago es encender el ordenador y seguir trabajando, lo mismo que al llegar de la academia donde doy clases, a las 22.30 de la noche, después de cenar. En una vorágine de responsabilidades laborales me da la sensación de que todo lo que me apasionaba hace un año —estudiar, traducir, redactar…— se rebela contra mí. Y no me da la gana. Así, abiertamente.
Por eso, he salido a comprar todo un arsenal de revistas de moda, algo en lo que antes invertía un tiempo considerable de mi vida y que se ha convertido en un vago recuerdo. He reflexionado sobre la importancia de dejar de pensar en japonés y hacerlo en hawaiano, es decir, pensar en sol, en arena y playa hasta que llegue octubre y haya conseguido salir del círculo vicioso del “no entiendo nada”, “esto es horrible” y “que termine el curso ya”. Mejor empezar de nuevo el mismo curso el año que viene que dejarlo ahora, a las puertas de chapurrear algo decente con mis amigos nipones. De la misma manera, es esencial que le quite importancia a mi trabajo y que acepte solo los proyectos externos necesarios para ser feliz haciendo lo que hago. Como debería ser. Me importa mucho más dedicar tiempo a mi nuevo sobrino, al que visito y me visita muy frecuentemente y que, según me dicen, crecerá rápido. Y es también crucial sacar algo de tiempo para dedicarlo a ponerme al día con mis adorables zombies, con quienes llevo tres capítulos de retraso.
También me he dado cuenta de que he abandonado una de mis grandes pasiones: leer. Siete libros tengo en cola. ¡Siete! Y he recordado la de tiempo que hay que invertir para conocer a otro alguien, y lo beneficiosas que son las sesiones de mimos y/o amor para la salud. Por no hablar de mis momentos #dubsmash. ¡Qué gozada! Quizás he encontrado mi verdadera pasión y no le estoy dedicando el tiempo necesario. Y si no es así, al menos me río un rato grabando los vídeos. Eso sí que no tiene precio. Pero si hay algo que me niego a enterrar bajo montones de obligaciones absurdas es el legado más especial que hoy por hoy puedo dejar en este mundo. La novela que empecé a escribir hace ya un tiempo debe salir a la luz más pronto que tarde... ¡Y no se va a escribir sola!
Así que me he preguntado: ¿En qué momento se me ha ido de las manos? Menos mal que soy lo suficientemente responsable como para admitir que mis sesiones de lectura por placer, mis zombies, mis entrenamientos en el pole, mis clases de baile y mis ratos bajo el sol son muchísimo más importantes que mis estudios y mi trabajo. Le doy gracias a Dios por mi rebeldía innata y por las experiencias vividas estos tres últimos años, que me han enseñado que no hace falta hacerse análisis de sangre cada mes para saber que algo en nosotros falla. Lo más importante es, y debe ser, la salud mental y/o emocional. Los últimos meses de mi vida han sido demasiado intensos, así que os dejo con estas palabras y me dispongo a leer la Vogue y a planificar mi nueva manicura de mañana.
Pero antes… ¿Qué hay de vosotros? ¿Os estáis dedicando el tiempo que merecéis o vivís al son de las obligaciones (auto) impuestas? Quizás hoy sea un bonito día para cambiar de trabajo, para enterrar relaciones tóxicas o para mandar un mensaje a esa persona que os alegraría el día si os atrevierais a invitarle a un café. ¡Eso sí es importante, coño!
¡Ah! Y con esto sí acabo… Esta reflexión queda pendiente de traducción. ¿Adivináis por qué? Exacto. ¡Porque ahora no me apetece!
“Cada mañana volvemos a nacer. Lo que hacemos hoy es lo que realmente importa” - Buda