Berthe MORISOT, pintar es amar

Por Pilar Baselga

                                En el mundo del dinero, del ego y de las prisas contemplar los cuadros de Berthe Morisot es todo un regalo. Esta  delicadísima colorista es desconocida del público, pues la historiografía oficial es machista y relegó a las mujeres impresionistas a aparecer al final de la lista, o a no aparecer en absoluto. Como podemos constatar, Morisot (1841-1895) no ha sido apartada de la lista de los grandes impresionistas porque no fuera lo suficientemente buena, sino porque era mujer.
 Las obras expuestas en el Museo Thyssen son, además, casi todas obras que se mantuvieron en el ámbito más intimo de la pintora, obras que no quiso vender porque eran importantes para ella, y que la familia conservó hasta hace unos años cuando las donó al Museo Marmottan-Monet de París. El criterio de lo importante para la autora es quizás lo más interesante: para Morisot  importantes eran las obras que le emocionaban y la transportaban más allá del momento presente, cuando aquello había acontecido. Importante era la obra como vehículo del alma, de  la emoción y de las relaciones con los seres queridos. Y no es casualidad que casi todas las obras sean pequeñas, ligeras,  como esbozadas, casi inacabadas.
Como la vida misma, la vida es un esbozo de algo, es un intento. Algunas personas consiguen ser maestras del intento.

El marido de Berthe, Eugène Manet, jugando con su hija Julie en el jardín.