La excusa perfecta para mostrárnoslo se concibió en este caso a través de la adaptación al teatro del relato corto de Raymond Carver, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? ¿Acaso cabe un desarraigo más pernicioso que ese mundo impostado de ciudades dormitorio y vidas perdidas? Ese territorio de desiertos interiores, en la película se transmuta en la interminable profundidad de los pasillos de un teatro. Pasillos, que son, y se comportan, como las huellas marcadas en el camino de nuestra existencia, por mucho que en demasiadas ocasiones sean huellas en las que ya no nos reconocemos, o huellas que tan siquiera somos capaces de borrar de nuestras vidas. Sin embargo, esa dualidad perenne entre lo deseado y lo ejecutado tiene otras manifestaciones, e Iñárritulas ha buscado en la posibilidad de confrontar la dualidad dentro-fuera, proporcionado a algunos de sus personajes de la opción de salir al exterior a respirar algo de aire fresco. Esa necesidad en salir de dentro hacia afuera en nuestras vidas —en la película los actores lo hacen del escenario a sus camerinos, o de los camerinos a la calle o la terraza—, nos muestran de una forma muy inteligente, lo que en verdad somos y no lo que nos gustaría ser. Esa falsa representación, asfixiante en la mayoría de los casos, el director la filma con una metódica reiteración de primeros planos de los rostros de los actores, donde las arrugas o la profundidad de la mirada importan tanto o más que lo que los propios actores nos dicen. Ese acercarse a la piel del artista, y por ende a la vida, es el contrapunto perfecto a la necesidad de salir huyendo, aunque solo sea a la calle y desnudo. Y aquí, Iñárritu, consigue la perfección cuando nos muestra a Michael Keaton fuera del teatro, pues cuando nos impregna la mirada de una libertad que los espectadores de alguna forma también necesitamos. Nosotros también necesitamos sentirnos libres y volar por los aires cual Birdman que comprende la última y única esencia de la vida
Mención aparte merecen tanto el montaje como la fotografía y el guion, sencillamente inigualables, aunque Birdmanno sea solo esa caja mágica de imágenes y sensaciones, pues también fluye a ritmo de una batería de jazz, que nos marca el ritmo existencial y alocado de unos personajes que se enfrentan a la última oportunidad para demostrarse a sí mismos que sí mereció la pena volver a intentarlo de nuevo. En este sentido, las casualidades, el destino y las paradojas de la vida, se dan cita a lo largo de las dos horas que dura la cinta y nos invitan cual, Alicia en el país de las maravillas, a visitar el mundo en el que solo tienen cabida los genios locos, aunque como en este caso, estén disfrazados de actores. Sin embargo, en este vertiginoso devenir de fluctuaciones existenciales, también hay espacio para la crítica feroz contra las redes sociales y la efímera popularidad que se alcanza en ellas, o contra los críticos anquilosados en el pasado acomodaticio de la fama. Un contrapunto más de este mundo de locos en el que estamos inmersos, donde por mucho que nos pese, solo en nuestros sueños podemos volar con nuestra gabardina puesta; una buena metáfora de la necesidad de libertad que todos atesoramos, sobre todo en Nueva York , donde sus inmensos rascacielos hacen, si cabe, más pequeño al hombre, que se muestra perdido en las turbulentas calles de una ciudad, donde como en cualquier otra, el amor sigue siendo el verdadero protagonista de su día a día, aunque en esta ocasión, sea un amor teñido de un inteligente humor negro.
Ángel Silvelo Gabriel.