A mediados de 1956, en una nota que trataba sobre la importancia del argumento en la cinematografía, escrita para la revista Lyra, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares abordaron con irónica lucidez las destructivas aventuras de las vanguardias literarias y artísticas y no dudaron en satirizar y descalificar sus altaneras prohibiciones:
“Para el estúpido siglo XX, o para algunos estrepitosos hombres de letras del siglo XX, hay una cosa despreciable y trivial que debe proscribirse del arte. Esa cosa es la anécdota. Quienes la proscriben y la aborrecen lo hacen movidos por el hartazgo de cierta clase de episodios sentimentales, gratos, digamos, a Carriego, que dio aquel mal paso, al azucarado Coppée o a Campoamor, que circula en su tren expreso. Ciertamente, el hartazgo no era incomprensible, y un proceso análogo había ocurrido en el campo de la pintura. Tras de expulsar a las madres y a los mendigos, el pintor pasó a los botellones y a las manzanas, después a las pipas y a los recortes, luego a los rombos y, finalmente, se redujo a la raya y al redondel. Aplicada a la literatura, esta conducta no sería menos destructiva. Bien está la palabra anécdota para exorcizar a François Coppée o al doctor Regules; lo grave es que también son anécdotas ‘La Ilíada’ y ‘Las mil y una noches’ , ‘Hamlet’ y ‘La divina comedia’. ¿Cómo desentrañar lo anecdótico de lo narrativo? ¿Cómo admitir una proscripción que aboliría la epopeya, la novela y el teatro?”
En 1963, siete años después de publicada la nota de Lyra, cuando las dislocaciones del dadaísmo, el ultraísmo, el abstraccionismo y el noveau roman ya se habían tornado epidémicas, Borges y Bioy redactaron las Crónicas de Bustos Domecq, una obra donde el imaginario autor de relatos detectivescos (Seis problemas para Isidro Parodi) se trasmuta en el destacado crítico de arte y literatura que puso en marcha “un registro audazmente enciclopédico, donde toda nota moderna halla su vibración”.
La desopilante fauna de personajes imaginarios, escritores, pintores, arquitectos y poetas ebrios de modernidad y divorciados del sentido común, tenía en ese momento un talante paródico que apelaba al humorismo del lector, pero en lo que al arte respecta, la vaciedad del conceptualismo instalado en las grandes ferias y bienales ha terminado por convertir las anticipaciones de Borges y Bioy en un tímido espejo de la realidad.
Las Crónicas se inician con César Paladión, el creador del sorprendente método literario denominado ampliación de unidades, que legitimaba el plagio literario con refinada hipocresía: “antes o después de nuestro Paladión la unidad literaria (o cita) que los autores recogían del acervo común era la palabra o, a lo sumo, la frase hecha. En nuestra época, un copioso fragmento de la Odisea inaugura uno de los cantos de Pound, y es bien sabido que la obra de T. S. Eliot consiente versos de Goldsmith, de Baudelaire y de Verlaine”… pero Paladión fue mucho más lejos, decía Bustos Domecq, ya que le otorgó su nombre y pasó a la imprenta “sin quitar ni agregar una sola coma, norma a la que siempre fue fiel”, nada menos que “once proteicos volúmenes”, entre los que se contaban El sabueso de los Baskerville, La cabaña del Tío Tom, Fabiola, De los Apeninos a los Andes, La Geórgicas y De Divinatione, éste último en latín.
Sigue a Paladión el escritor descripcionista Ramón Bonavena, quien no aspiraba a “enseñar, conmover ni divertir”, sino a realizar una obra que aspiraba a “lo más humilde y lo más alto: un lugar en el universo”. Bonavena, dice Bustos Domecq, dedicó 211 páginas a describir, “comprimido mediante el don de síntesis”, el ángulo nor-noroeste de su escritorio de pinotea, con el cenicero de cobre y el lápiz Goldfaber 873 apoyados sobre él. A continuación, estimulado por el éxito de Nor-noroeste, Bonavena inició su famosa “serie Beta”, cinco tomos íntegramente dedicados a la descripción de una lapicera, una goma y de nuevo el cenicero.
Otro descripcionista (incierto émulo de Robbe Grillet y Calaude Simon), Hilario Lambkin Formento, se propuso realizar una descripción, lo más minuciosa posible, de La Divina Comedia, que para ser perfecta debía coincidir, "palabra por palabra", con el poema de Dante. Lo sorprendente e indignante, recuerda Bustos Domecq, es que ciertas “ratas de biblioteca tomaron, o simularon tomar, este novísimo tour de force por una edición del difundido poema”.
El joven poeta Urbas, por su parte, alcanzó merecida celebridad al ganar un importante certamen literario cuyo tema era “el clásico y eterno de la rosa”. En el concurso “pululó la firma de fuste; se admiraron tratados de horticultura puestos en verso alejandrino, cuando no en décimas y ovillejos, pero todo palideció ente el huevo de Colón de Urbas, que remitió, sencillo y triunfador… una rosa. No hubo una sola disidencia, las palabras, artificiosas hijas del hombre, no pudieron competir con la espontánea rosa, hija de Dios”.
Poco después, habiéndose previsto en el Salón de Artes Plásticas premios especiales para trabajos que enfocaran la Antártida o la Patagonia, el audaz artista Colombres “remitió un cajón de madera bien acondicionado, que al ser desclavado por las autoridades dejó escapar un vigoroso carnero… como la rosa de Urbas, el cuadrúpedo no era una fina fantasía del arte: era un indudable y tozudo espécimen biológico”.
Otro parco escritor, Juan Carlos Loomis, escribió la obra titulada Oso luego de una ímproba tarea de documentación, que incluyó “el estudio de Buffon y de Cuvier, las reiteradas y vigilantes visitas a nuestro Jardín Zoológico de Palermo, las pintorescas entrevistas a piamonteses, el escalofriante y acaso apócrifo descenso a una caverna de Arizona, donde un osezno dormía su inviolable sueño invernal, la adquisición de láminas de acero, litografías, fotografías y hasta ejemplares adultos embalsamados”, La creación tan arduamente elaborada, que consistía únicamente en la palabra oso, mereció este generoso comentario de Bustos Domecq: “La obra de Loomis, según el cómputo maligno de un crítico, menos versado en literatura que en aritmética, consta de seis palabras: Catre, Boina, Nata, Luna y Tal vez. Así será, pero detrás de esas palabras que el artífice destilara, ¡cuántas experiencias, cuánto afán, cuánta plenitud!”
Bluntschli, tal vez un involuntario precursor de las performances, hacia 1923 “anduvo por las calles, incursionó en oficinas y tiendas, confió una misiva al buzón, adquirió tabaco y fumólo, hojeó los matutinos, comportóse, en una palabra, como el menos conspicuo ciudadano”, pero su obra hubiera quedado en el olvido de no ser por la visión de Maximilien Llonguet, quien en 1932 “congregó en su panadería a un selecto pero reducido número de illuminati, y los lanzó a la rue Beau Sejour con un propósito preciso: X anduvo por las calles, Y incursionó en oficinas y tiendas, Z confió una misiva al buzón, Carlota adquirió tabaco y fumólo”. El relato finaliza con la sagaz conclusión de Bustos Domecq: “Llonguet había asestado un golpe muerte al teatro de utilería y de parlamentos; el teatro nuevo había nacido; el más desprevenido, el más ignaro, usted mismo, ya es un actor: la vida es el libreto”.
Visionario del vacío, el escultor Antártido Garay comenzó su carrera artística exponiendo moldes de yeso que representaban hojas y frutas, de dos en dos y de tres en tres, pero su interés no se concentraba en las hojas ni las frutas, sino en el espacio vacío que mediaba entre los yesos. En la siguiente muestra, Garay presentó media docena de cascotes desparramados sobre el piso entre cuatro paredes peladas, donde lo esencial era el aire existente entre las molduras del cielorraso y los cascotes. Pero la audacia y la imaginación del escultor alcanzaron su punto culminante en la plaza Garay, cuando colocó un gran letrero de chapa con la leyenda Muestra Escultórica de Antártido Garay: su obra era la porción de atmósfera que cubre la plaza hasta el cielo.
Otro mago de la supresión y las amputaciones, el poeta Tulio Herrera, intrigó a los lectores de Madrugar temprano con un oscuro verso inicial:
Ogro mora folklórico carente
Misteriosa frase que, antes de ser transformada por la estética de Herrera, había sido un explícito cuarteto:
Ogro de Creta, el minotauro mora
En domicilio propio, el laberinto,
En cambio yo, folklórico y retinto,
Carente soy de techo a toda hora.
Bustos Domecq recuerda que la estatua del desaparecido Herrera, a cargo del escultor Zanoni, se compondría de una oreja, un mentón y un par de zapatos.
Aunque el origen musulmán del pintor Enrique Tafas le vedaba la representación de caras, personas, pájaros, becerros y otros seres vivos, el hombre canalizó su respeto por la tradición pintando vistas porteñas de calles, hoteles, quioscos y monumentos, pero procedió luego a cubrirlas con betún hasta dejarlas completamente negras, y aunque quedaron iguales y retintas, las bautizó, a pesar de la protesta formal de los grupos abstractos, con el nombre de cada escenario original: Café Tortoni o Quiosco de las postales.
Las crónicas de Bustos Domecq también consignan novísimas expresiones de la arquitectura, como los caóticos, edificios con balcones inaccesibles, puertas que franqueaban el paso a inesperados pozos y hasta camas y butacas que pendían del cielorraso, o los inhabitables, edificios compuestos exclusivamente por una sucesión de tabiques y puertas que daban a otras puertas, o por una sucesión de escaleras que no conducían a ninguna parte.
En 1963, hace casi cincuenta años atrás, las ocurrencias y extravíos consignados por Borges y Bioy todavía concitaban el asombro y conservaban cierta capacidad de épater le bourgeois, pero la tediosa multiplicación de los bonavenas, paladiones, tafas y antártidos garay trasmutó el asombro de entonces en bostezos de aburrimiento y toneladas de hartazgo.
La lección implícita en las Crónicas de Bustos Domecq reside en la común trayectoria literaria de sus dos entrañables autores, que superaron la impericia y los pretenciosos artificios de los comienzos para arribar a la sencillez, la belleza y la profundidad de sus respectivas obras mayores.