Brancusi: El escultor de vuelos y reflejos

Por Alejandra De Argos @ArgosDe

A finales del siglo XIX, un público cada vez más consternado por la nueva manera de pintar de los impresionistas, por el colorido saturado de los fauvistas, las esculturas inacabadas de Rodin y los ready-made de Duchamp, se preguntaba hasta dónde podrían llegar los límites de la vanguardia… En 1907 y separados solo por unas cuantas calles de París, dos artistas extranjeros, encerrados cada uno en su estudio de Montparnasse, estaban a punto de lanzar el Arte a constelaciones desconocidas. El español Picasso da por concluida su época rosa y alumbra un lienzo revolucionario en el que fragmentará en poliedros el rostro, la mirada y el cuerpo de cinco mujeres desnudas: Las señoritas de Avignon abren paso al cubismo. Cerca de allí, bajo las mismas estrellas y la misma noche eterna, Brancusi, el rumano que acaba de abandonar el estudio de Rodin en busca de su propia vía, cincela su Beso a años luz de aquel otro sublime de su maestro. Vestido de campesino rumano y envuelto en la nube de polvo que desprendían sus figuras da forma al bloque compacto de arenisca de su cubo besante al que rodean un par de brazos lineales y entrelazados. Quiere también dotarle de dos miradas enamoradas que se claven una en la otra y de unas bocas selladas que fusionen a dos seres indivisibles. Esta piedra desgastada por la intemperie todavía puede visitarse en una bonita peregrinación hasta su instalación original en el cementerio de Montparnasse sobre la lápida para la que fue esculpida.

El beso, 1907, Muzeul de Artā Craiova, Craiova, Rumania.

La llama olímpica acaba de llegar en estos días a Francia y en su capital se respira el entusiasmo, se plantan más tulipanes en los parterres, se arreglan pavimentos y se inauguran exposiciones memorables. En el Centro Pompidou destaca Brancusi con una retrospectiva de más de 200 esculturas además de fotografías, películas y dibujos.

En su testamento de 1957 el escultor escribió: “Cedo al Estado francés todo lo que contengan mis talleres el día de mi muerte. Se deberá reconstruir, con preferencia en el Museo de Arte moderno, un atelier que contenga mis obras y bocetos, herramientas y muebles.” En el centro de esta exposición está este taller, primero rehecho de manera parcial en el Palais de Tokyo y después reconstruido íntegramente por Renzo Piano en la plaza del Centro Pompidou. El reto consistió siempre en preservar la atmósfera intimista de aquel lugar concebido por Brancusi como una obra en sí misma, aunque ahora fuera abierta al público. En el marco del gran proyecto de renovación del museo para 2025 se plantea la integración de esta joya de la colección en el corazón de su recorrido.

Vista del atelier Brancusi reconstruido en 1997, Centro Pompidou, Museo Nacional de Arte Moderno, París.

En la sexta planta, contra el cielo plomizo y los tejados de París, vive hoy todo el bestiario de Brancusi en una puesta en escena meditada y cuidada por su joven y experta comisaria, Ariane Coulondre.

Estudio para el retrato de Mme Eugène Meyer Jr., (1916-1933) en primer plano, al fondo, Pájaro en el espacio en el montaje de la exposición Brancusi, Centre Pompidou, París.

Cuando Man Ray visitó por primera vez el taller del escultor, impactado por su blancura y claridad, afirmó que el lugar tenía la fuerza de una catedral. En la exposición del Pompidou, un texto inaugural de la editora estadounidense Margaret Anderson describe este taller de los números 8 y 10 del Impasse Ronsin, la callejuela sin salida en la que Brancusi trabajó y vivió casi toda su vida. Leyéndolo uno se reafirma en que hay espacios distintos a todo, dominados por una extraordinaria sensación de blancura y claridad. Allí el visitante era sorprendido por el artista de pelo y barba blancos, vestido con una larga bata de obrero blanca, rodeado por los bancos de piedra y una gran mesa redonda del estudio que eran también blancos. El polvo del trabajo del escultor que lo cubría todo era blanco, su Pájaro de mármol blanco colocado en un pedestal alto contra las ventanas también lo era, como la gran magnolia blanca siempre visible sobre la mesa.

En la primera sala nos reciben tres de sus monumentales Gallos modelados directamente en escayola. Detrás de ellos, reposa en su urna de cristal La musa dormida (1909-1910), una cabeza de mujer en bronce pulido, con los ojos cerrados, sin cuello ni hombros que se apoya sobre su mejilla en el pedestal, reducida toda ella a la esencia de su belleza.

Gallos, (1935), escayola, Centro Pompidou, Museo Nacional de Arte Moderno, París.

Constantin Brancusi nació el 19 de febrero de 1876 en Pestisani, un pueblo al sur de Rumania situado al pie de los Cárpatos. Fue criado en el seno de una familia campesina y en un entorno donde las costumbres ancestrales, las creencias y las fiestas religiosas estaban estrechamente ligadas a la naturaleza y al ritmo de las estaciones. Desde muy joven fue reconocido por su excepcional habilidad y por construir un violín a partir de una simple caja de madera. Desde este primer objeto, su ingenio para el volumen ya estuvo enlazado con la música y, por tanto, con el movimiento. El vínculo con su país natal, el recuerdo de su vida en Craiova y Bucarest, su interés por la talla en madera, los ornamentos geométricos y la escultura sobre la nieve que observó desde niño le acompañarán siempre.

Sala con Musa dormida, El rezo y el dintel de una puerta de granja rumana -a la derecha- en la exposición Brancusi, Centro Pompidou, París.

Mientras estudiaba, Brancusi construyó muebles en Rumanía y, a lo largo de una estancia en Viena en 1910, se formó cerca de un ebanista. La puerta de una granja rumana centra la primera sala de la exposición. Su interés por el trabajo de la madera le impulsa a construir taburetes para su taller que, en ocasiones, eran transformados en pedestales para sus esculturas. Otras piezas, como copas o jarrones, imitaban la forma de objetos cotidianos. Alrededor de esta puerta de granja están expuestas obras iniciales del artista entre las de otros escultores que le marcarían. Destaca su serie Cabezas de Niño que coincide con la transición de un estilo naturalista a una estilización radical marcada por la fragmentación que transformará el busto solo en cabeza y fomentará la inclinación horizontal en recuerdo de la posición natural de un bebé. Esta obra es un ejemplo para visualizar cómo de pieza en pieza Brancusi va esquematizando los rasgos faciales y reduciéndolos a pocas líneas. Así la cabeza del niño quedará resumida en la forma de un huevo o de una célula, metáforas tanto del nacimiento como de la renovación de las formas.

Cabezas de niño (urna a la derecha), exposición Brancusi, Centro Pompidou, París.

En mayo de 1904, impulsado por la necesidad de descubrir horizontes nuevos, el rumano sale hacia París. Según la leyenda que él mismo contribuyó a difundir, hizo parte del viaje a pie. En la capital francesa, Auguste Rodin se fijó en él y en 1907 le convertiría en su ayudante. La poderosa figura del maestro sirvió de estímulo al joven escultor, pero le abandonará pronto para, entre 1907 y 1908, concluir tres obras decisivas: El beso, La sabiduría de la Tierra y El rezo. Rodin y Medardo Rosso le habían inspirado en su inclinación por el fragmento y lo no terminado, pero también le habían servido de acicate para liberarse del dictado del realismo académico.

Su paso decisivo a la talla de la piedra, una técnica que implica un trabajo lento y de naturaleza meditativa, constituyó el punto de inflexión hacia lo que todo iba a  convergir conformando un estilo que pronto sería inimitable. Brancusi se dejaba guiar por el material, atento a su forma inicial, a su superficie, a su color, a su grano y a la forma en la que captaba la luz. La ruptura con la tradición del modelo al natural para reinventar la figura de memoria se manifestó pronto en el tratamiento del retrato. En La musa dormida (1910) o Mademoiselle Pogany (1912) el parecido con la modelo era cada vez más lejano, se trataba de ir más allá de sus facciones buscando una abstracción innovadora. El rumano ya había ejecutado un primer retrato tallado en piedra de la Baronesa René Irana Franchon (1909), quien posaría otras veces para él. Representó su cara como un óvalo estilizado de ojos almendrados, nariz y boca geométricas y un moño cincelado en el centro que caía por su frente acentuando la simetría del rostro.

Danaïde, 1913, Centro Pompidou, Museo Nacional de Arte Moderno, París.

Igual que sus contemporáneos, Brancusi también prestó atención a las artes de fuera de Europa. Visitaba regularmente el Museo Guimet, donde descubriría la estatuaria budista, y el Louvre para admirar la escultura egipcia y su "poder de abstracción". El arte medieval, y de manera especial el gótico de la catedral de Chartres, reforzarán su convicción por desarrollar una idea espiritual sintética. Había que revivir la tradición antigua, no como había sido reinterpretada desde el Renacimiento a Rodin, sino la de los primitivos con los que se identificaba. A partir de la década de 1910, su enfoque consistirá en una fusión de influencias: la artesanía rumana, los cánones del arte occidental y los del arte africano, para dar lugar a formas nuevas.

Las obras de Brancusi parecían evolucionar en un continuum de espacio y tiempo. La forma de trabajar en series y variaciones ilustra el funcionamiento íntimo de su creación. Su estudio parecía un acuario o una pajarera habitado por su fauna poética: pingüinos, peces, gallos, pájaros o focas en mármol, yeso, madera y bronce. Eran motivos repetidos una y otra vez en su afán por la pureza buscando aislar, en la figura del pez o de un pájaro y su color del mar y del acero, la curva dinámica de su movimiento.

Foca II (1943) y Foca (1943-1946), en sala exposición Brancusi, Centro Pompidou, MuseoNacional de Arte Moderno, París.

El pulido del mármol y el bronce implicaba horas de gestos circulares repetitivos que, como la danza de los derviches, generaban un estado de trance con matices místicos. El propio Brancusi declaró: «El pulido es una necesidad exigida por las formas relativamente absolutas de ciertos materiales». La piedra, -el mármol en particular-, y el bronce eran utilizados para formas redondas, cerradas y autónomas que representaban a sus mujeres, niños y animales.

“No vemos la vida real más que por sus reflejos”, afirmaba el escultor mientras pulía sin descanso el bronce hasta obtener una superficie especular que proyectaba la obra más allá de si misma, escapando a sus contornos. Las esculturas, animadas por el juego de reflejos se convertían en “una forma en movimiento”. Algunas piezas como Leda fueron colocadas sobre unas ruedas mecánicas en las que giraba sobre sí misma como si fueran un disco en un gramófono.

Léda (1926), Centro Pompidou, Museo Nacional de Arte Moderno, París.

Brancusi solía poner las esculturas encima de pedestales que, a su vez, desempeñaron un papel central en su evolución. A menudo los esculpía en madera, otras veces eran replicados en escayola y ofrecían distintas opciones para la presentación de las esculturas y grupos móviles. Muchas de estas bases fueron transformadas posteriormente en piezas autónomas.

Para el escultor la obra era un proceso y su tarea infinita. Tras descubrir los grandes temas de su escultura, entre 1907 y 1925, volverá a ellos una y otra vez con variaciones mínimas. El beso, Cabezas de niños dormidos, Pájaros, Gallos o La columna sin fin eran diferentes entre si, pero estaban vinculados a una misma búsqueda.

En el arte de Brancusi la simplificación de las formas y la eliminación de detalles fueron, paradójicamente, una fuente de ambigüedad y de doble sentido. En el Salón de Independientes de 1920, su Princesse X resultó escandalosa, fue criticada por obscena y retirada de la muestra. A partir de entonces el rumano ya solo expuso en su atelier donde podía controlar la escenografía, la luz y protegerse de las malas interpretaciones. Así este espacio se convirtió en un lugar para la innovación y la búsqueda incesante de la manera en la que mostrar sus esculturas y colocarlas sobre pedestales producidos cada uno con diferentes combinaciones de formas y materiales.

Princesse X (1915-1916), Centro Pompidou, Museo Nacional de Arte Moderno, París.

Brancusi concedía suma importancia a la forma en la que sus esculturas ocupaban el espacio del estudio, su relación con la luz, sus dimensiones y proporciones. Observaba como, iluminadas unas veces de manera natural y otras artificial manifestaban su naturaleza cambiante. Un reflejo, una sombra o un brillo alteraban la forma de percibir un material, una curva o un óvalo. Con la llegada de visitas al estudio, en especial al final de su vida, todo se acentuaba y el artista teatralizaba sin fin el espacio y la relación entre las piezas. Sabía bien que la luz de la mañana de una estación determinada llegaba a una hora y un lugar precisos e iluminaba con un golpe de claridad una de las esculturas de bronce para que, de pronto, surgiera como del interior del espacio.

Los grandes conjuntos temáticos: La columna sin fin, los Gallos o los Pájaros en el espacio, esculpidos en bronce pulido, eran colocados a la entrada del estudio delante de una tela roja que multiplicaba el brillo de su superficie y así orquestaba puestas en escena magníficas como la del Pájaro en el espacio, que al entrar en contacto con un rayo de luz desmaterializaba su forma convirtiéndola en un ser luminoso que irradiaba en toda la habitación. Era algo parecido a una secuencia de cine en la que el espectador asistía a la metamorfosis de una misma forma en distintos cuerpos y materiales.

Pájaro en el espacio (1941), en su instalación para la exposición Brancusi, Centro Pompidou,Museo Nacional de Arte Moderno, París.

Al final de su vida, Brancusi no esculpió nuevas piezas y, cuando vendía alguna, la reemplazaba por su original en yeso para no perder la unidad del conjunto. De los años 1920 a 1930, el artista fotografió sin cesar sus obras y, en alguna toma, captó como un rayo caía sobre un bronce y lo transfiguraba.

El escultor rumano fue reconocido por sus coetáneos en vida, pero ¿qué fue de su posteridad?. Bracusi había allanado el camino a toda la escultura abstracta y su peso en la posteridad será inmenso. Ejerció una influencia considerable en las generaciones posteriores de artistas conceptuales y minimalistas estadounidenses por su relación con el espacio, su trabajo sobre el pedestal y su juego con la serialidad.

Los artistas se vuelven inmortales cuando no consiguen separar su vida de su obra. El taller de Brancusi fue su lugar de trabajo, el marco de su existencia cotidiana y la escenografía para sus actividades sociales y fiestas entre artistas y curiosos, que se sentían atraídos por este laboratorio del arte moderno. El atelier es la matriz y el músculo de esta exposición, pero aquí no están hoy las ventanas altas con sus manchas de humedad abiertas de par en par a la hiedra que trepaba por el pequeño edificio frente al estudio del Impasse Ronsin, ni el murmullo matinal de la callejuela parisina, tampoco están los restos de las botellas de vino de la noche anterior compartidas entre sus amigos Modigliani, Duchamp, Léger, Ezra Pound, Tristán Tzara y Eileen Lane vestida con su blusa de rumana tradicional, ni las virutas del trabajo anterior barridas y dejadas semiocultas bajo la peana de Princesse X. Pero su espíritu está en el aire y sus palabras resuenan entre sus obras: “Yo no hago pájaros, hago vuelos.”

Brancusi

Centre Pompidou

Place Georges-Pompidou, 75004 Paris

Comisaria: Ariane Coulondre

Hasta el 1 de julio 2024

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