Desde una perspectiva filosófica o religiosa, la búsqueda de la felicidad es una meta ansiada por un elevado porcentaje de personas a las que, muchas veces, les resulta más angustiosa su obsesión por ser feliz que el malestar inherente a ser conscientes de la propia infelicidad.
La obsesión por ser feliz acaba por hacernos infelices
Así como la depresión fue la patología sociocultural más relevante de la segunda mitad del siglo XX, vivimos una nueva era en la que la obsesión por ser feliz ha dado paso a un suculento negocio en el que los dirigentes políticos, los creadores de tendencias, los economistas, los responsables de marketing y aquellos que llevan años forrándose con sus nefastos libros de autoayuda, se han puesto de acuerdo para introyectar en el inconsciente colectivo la idea de “necesitas ser feliz”, con la salvedad de que son ellos quienes diseñan el concepto de felicidad y quienes crean necesidades de mercado en la población para que busque el bienestar a fuerza de no pensar y dejarse aconsejar por las imposiciones del consumismo y todos aquellos que manipulan su voluntad creándoles necesidades y moldeando sus criterios.
Recuerdo haber leído (no dispongo de la referencia) que al pricipios de la década de lo ochenta se publicaban cada año 130 artículos científicos sobre la felicidad, mientras que en la actualidad la cifra no baja de más de 1000 al mes. Es un dato que habla por si sólo e invita a reflexionar.
Todo apunta a que el placer y la dicha se han convertido en un objeto de consumo, pero también en una obsesión, no sólo en quienes ansían ser felices, sino también de los investigadores que definen y diseñan qué es la felicidad, así como de la industria que incita a consumir para ser feliz.
Así, es difícil saber si la felicidad del siglo XXI es una moda, un estado de conciencia, un sentimiento, unos hábitos impuestos o simplemente una meta inalcanzable con la que se mantiene ocupada a la población.
¿Felicidad, bienestar, calidad de vida…?
Es curioso comprobar como desde la etapa hippy de los sesenta o el misticismo esotérico de los setenta, la sociedad ha evolucionado a una fase de autoayuda, una suerte de paulocohelismo que impele a las masas a pensar en positivo (consigna coloquial que se repite hasta la saciedad en los manuales de autoayuda que tanto proliferan en la sección de libros de las grandes superficies) conforme se nos ha ido instruyendo en la nueva moda de llamar estado de bienestar a lo que antaño nos dijeron que era calidad de vida. Es un hecho que la sociedad está siendo instruida —como eufemismo de manipulada— en un nuevo concepto de felicidad.
Pero, retomemos el tema de la obsesión por ser feliz y reflexionemos cómo esta necesidad puede acabar perjudicándonos y hasta amargándonos la existencia.
La sociedad ha evolucionado hasta un punto en el que no basta con ser feliz, sino también revalidarlo al publicar nuestro bienestar en unas redes sociales donde la realidad se camufla con fotografías en las que todo puede ser auténtico excepto las sobreactuadas sonrisas que se desvanecen tras el clic fotográfico del smartphone. Ya no es suficiente con el placer de disfrutar de una comida en un buen restaurante. Poco a poco se ha impuesto la necesidad de sentar a la mesa un teléfono móvil que deje constancia —y magnifique— a tiempo real de cada plato y los semblantes satisfechos de los comensales.
Es la presión social por ser feliz —o tan sólo aparentarlo— lo que convierte a la sociedad en una sumisa grey obsesionada por conseguir una felicidad más impuesta que deseada.
Infantilización de la felicidad
En cierto modo se ha infantilizado el concepto de felicidad, y si esto acaece es debido a la imposición de ser feliz muy encima del deseo de serlo. Intentaré explicarlo.
Desde siempre, el mejor juguete para un niño ha sido el de su amigo y no el suyo porque, o bien el niño se ha cansado de su cachivache, o bien contempla el de su compañero de juego como algo novedoso que le gustaría poseer (incluso aunque lo propio sea mejor).
Extrapolando al mundo adulto, si el coche del vecino siempre nos ha parecido más limpio que el nuestro, esta circunstancia se magnifica desde el momento en que el vecino publica fotos pasadas por Photoshop de su coche en Facebook, para que reluzca aun más.
¿Conclusión? Muchos de los que abren una cuenta en una red social lo hacen con la sana y sincera intención de sentirse más felices y menos solos, sin embargo el efecto puede ser el contrario: envidia, frustración y finalmente soledad.
Para colmo de males, la sociedad de consumo empeora la situación con su empeño por mercantilizar el bienestar y convertir en una obsesión que nuestras vidas sean como las de esos personajes esbeltos, sanos y felices de los anuncios de alimentos bio, bebidas light, cremas antienvejecimiento o pomadas para el dolor que permiten a una abuela jugar con su nieto y hasta dar brincos.
Con todo ello, la felicidad ha pasado a ser un constructo sociocultural que varía con cada época, siendo interpretado de un modo distinto por cada civilización.
En nuestro medio, consumidos ya casi dos decenios del nuevo siglo, la felicidad se ha convertido en un ideal difuminado más parecido a una quimera que a una meta real. Esto es algo que le conviene al sistema, pues sólo le interesa que estemos en búsqueda permanente de la felicidad sin importarle si la conseguimos o no, y para cumplir objetivos se nos machaca con consignas a través de los medios y las redes sociales.
El problema no es la búsqueda en si de la felicidad
En realidad, nada de malo debería haber en todo lo expuesto siempre y cuando no quedara coartada la libertad del individuo, o al menos no hasta límites preocupantes.
El problema no es la búsqueda en si de la felicidad, sino que nos inculquen mensajes que distorsionen la realidad y no se correspondan con nuestras posibilidades de conseguir aquello que se nos presenta como fácil y deseable. Pues es entonces cuando la búsqueda de la felicidad puede convertirse en una obsesión y abocar en la frustración.
La proliferación de mensajes que nos incitan a sonreír, intentar ser felices, vivir cada día con una febril intensidad como si fuera el último de nuestra existencia, generar ansiedad, un comportamiento obsesivo e incluso sentimientos autodestructivos al asumir la imposibilidad de llevar a cabo lo que se nos exige.
Como anécdota final de estas reflexiones, reseñaré que la venta de antidepresivos en nuestro país se ha multiplicado por tres en el último decenio (lo que supone un incremento del 200%), un dato que invita a meditar seriamente acerca de si nuestra sociedad es o no más feliz que la de la generación que nos precedió.
Clotilde Sarrió – Terapia Gestalt Valencia
Dr. Alberto Soler Montagud – Psiquiatría Privada
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