De cómo triunfar
iziyiziyiziyi
Llegado a este punto de la lectura de las cartas de Dikembe me planteo el asunto de la felicidad. Tal como describe él sus momentos dichosos, escasos y por motivos tan primarios diría yo, no tienen nada que ver con los míos. Yo necesito más motivos para alcanzar ese estado que todos buscamos continuamente. Y no me refiero solo a esos momentos en su juventud, sino también a los que se desprenden cuando escribía las cartas. Parece no necesitar mucho para disfrutar de la alegría de sus recuerdos, por ejemplo. Incluso tiene la capacidad de pararse y tomarse un café con ellos. Parece afirmar esa frase que anda por ahí y que no sé a quien se debe, aunque creo que es anónima: No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita. Y yo entiendo como rico a quien es feliz. Al menos es mi interpretación. Es cierto, en contra de lo que nos dicta la publicidad y el resto de la mercadotecnia que nos abruma, para ser feliz se necesita muy poco. En el caso de nuestro protagonista, con comer tenía suficiente. Y esto a mí no me lleva a la felicidad, sino al sentimiento contrario, porque me planteo que yo como todos los días, que yo leo todos los días, que yo paseo todos los días, que yo todos los días... Como dice Sabina existen “más de mil motivos para no cortarse de un tajo las venas” y no nos damos cuenta porque la rutina convierte en polvo todo aquello que no nos recuerdan en spots televisivos, en cuñas de radio o en carteles por las calles.
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Bien, ya estoy aquí otra vez. Retomemos el hilo. A la mañana siguiente nos desayunamos como nunca. Tras lo cual, Adama salió al muelle de carga abandonado y, al rato, volvió con una lata oxidada, bastante deteriorada, pero sin agujeros: «¿Y eso?», le pregunté extrañado. «Para llenarla de billetes», me contestó con una amplia sonrisa. Y sin prisas nos fuimos hacia la explanada, si bien antes, sacamos brillo a la silla de Hamal con un extremo de mi turbante y junto al río. No cambiaríamos nuestro programa. Primero actuaríamos Hamal y yo, Adama pasaría la lata, y después, si Bakaye no aparecía con clientes, los buscaríamos nosotros porque Adama había aprendido del guía: «Rentacamel(2)». Introduciríamos dos variantes en la actuación anterior. La que ya te he contado del terrón de azúcar, que bien se lo ganaba el animal y que sería el broche. Y el otro que, antes de anunciar el final, le pediría al mehari un beso, que esperaba que me lo diera, como tantas otras veces había hecho delante de mi otro amigo. Esto se le ocurrió a él porque me aseguró que eso aflojaría más el bolsillo de los turistas. Y como ni a Hamal ni a mí nos importaba, lo incluimos sin más en la representación. Seguimos así un periodo de tiempo durante el cual los tres engordamos, Adama, el perrillo y yo, porque Hamal siguió igual a pesar del azúcar. La buena vida se nos venía a la cara. Hasta que un día, el coche de policía o de soldados, yo no los distinguía, que de vez en cuando aparecía por la explanada, se daba una vuelta, echaba un vistazo y se iba, tardó mucho en irse. No nos preocupó. Éramos conscientes de no cometer un delito con nuestra actuación y nuestro negocio turístico. Así opinaba por lo menos Bakaye: «No os preocupéis, no creo que os digan nada», había sido su comentario. Y hasta esa mañana tubo razón. Cuando acabamos con el último paseo, como hacíamos todos los días, nos acercamos a la tienda donde habíamos dado nuestro primer golpe. Ya éramos clientes habituales y como a tales nos trataba aquel tendero que desconocía nuestro hurto. Comprábamos a capricho, pagábamos y salíamos para encaminarnos a nuestro rincón donde el perro nos esperaba como un clavo todos los días. Pero, al salir vimos que Hamal estaba muy bien custodiado. Dos policías le flanqueaban y nos esperaban. «¿Sois vosotros quienes hacéis negocio en la explanada de la mezquita?», preguntaron, supongo que por decir algo, porque lo sabían perfectamente. Adama contestó que si se referían a actuar ante los turistas que sí, que éramos nosotros. Después de darnos coba por cómo teníamos enseñado al animal, llegaron al motivo de su visita. Las representaciones estaban prohibidas junto a la mezquita. No eran respetuosas. Tanto mi amigo como yo nos quedamos de piedra. Y a mí casi se me cae la compra al suelo. Ante la falta de reacción oral por nuestra parte, el orondo agente tomó de nuevo la palabra. Estaban restringidas y sujetas a la aprobación municipal y al pago de las tasas correspondientes. Yo seguí con la boca abierta pero incapaz de decir nada. En cambio Adama, que entendió la indirecta, preguntó de qué importe estábamos hablando, y dio por hecho que teníamos los permisos oportunos. El policía flaco, se acercó a él y le enseño los tres dedos centrales de su mano derecha. «¿Tres francos?», preguntó. Y el otro agente de la ley le aclaró que eran tres dólares. «Diarios», remató el policía que aún movía la mano delante de la cara de Adama. Aunque en realidad quien nos dio la puntilla fue el gordo: «A partir de hoy», mientras el otro nos intimidaba: «Si no…», y señaló el coche verde con la palabra “police” en grandes letras mayúsculas. Y mira tú por donde, me imaginé a Hamal metido en el coche y sacando el cuello por la ventanilla. Y, claro, me eché a reír y a punto estuve otra vez de tirar la compra. Me cayó una bofetada a la vez que una pregunta retórica: «¿Y tú, de qué te ríes, imbécil?». La visión se esfumó enseguida. Y para que la situación no fuera a mayores, Adama se rascó el bolsillo. Como sabía contar hasta tres, lo hizo y entregó los billetes al flacucho. No dijeron más que un hasta mañana que nos dejó claro que habíamos encontrado, como ya te adelanté, a unos socios protectores. Con la cabeza gacha y muy afectados por el inesperado giro de los acontecimientos, dejamos que el coche policial se largara y tomamos el camino del puerto abandonado. No habíamos llegado cuando salió a nuestro encuentro el chucho, un socio que daba cariño a cambio de unas sobras que ahora éramos capaces de generar, aunque con la llegada de los nuevos e improductivos asociados, podría ser que disminuyeran notablemente. Pero Monamí(3), que así le bauticé el tercer día, no entendía de negocios y seguía con sus alharacas y saltos de alegría. Es muy grato que alguien te espere en casa y se
(1VG) [↑][Volver] ¿Quiere alquilar un camello?, en francés.(2VG) [↑][Volver] 'Rentacamel' de 'rent a camel', alquilar un camello, en inglés.
(3VG) [↑][Volver] Monamí, de ‘mon ami’, mi amigo, en francés.
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