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hizo que todos se olvidaran de sus proyectos. Todos menos un multimillonario, gracias a la invención del cristal de seguridad, que, treinta años después, montó en Maadi, Egipto, una planta solar capaz de bombear del Nilo 23.000 litrosde agua por minuto para mantener irrigados varios campos de algodón. Este pionero fue Frank Shuman. Esta vez no fue la economía, o sí, sino la II Guerra Mundial el freno. Y después el bajo coste del petróleo. Las grandes industrias optaron por quemar petróleo y la liaron. Era todavía más barato que extraer carbón. Y así se fue al traste el gran invento que pudo evitar el desastre que hemos provocado por el uso de los combustibles fósiles. Y la energía solar quedó arrinconada hasta que en 1970, por necesidad, se retomó. Es decir, que perdimos medio siglo estropeando, además, nuestra atmósfera. Si algo es notorio en la humanidad es su estupidez. Aunque alguien pueda pensar que a cojón visto, macho seguro, cualquier tonto como yo podría haber pensado que se acabaría antes cualquier mineral que la luz del sol. Y ya, de paso, evitar el cambio climático, aunque en aquella época pocos, por no decir nadie, pensaba en ello. Pero lo que queda claro es que unos pocos arrastraron a la mayoría, no hacia el bien común, sino hacia el bolsillo propio. Como a nosotros nos arrastró nuestro silencioso caminar hasta Im Amguel. La ciudad no nos esperaba, aunque tampoco sentimos que fuéramos un estorbo. Fue como seguir en el desierto porque nadie reparó en nosotros. Todo el mundo iba a lo suyo, como nosotros, que primero nos avituallamos y luego jugamos en el río mientras Hamal comía. Y, de paso, nos quitamos el polvo del camino. Y, aunque no chapoteamos solos, tampoco extrañó a nadie que lo hiciéramos. Tan solo nos quitamos las túnicas, los turbantes a punto estuvieron de desaparecer en la corriente, pero nos lo pasamos en grande al perseguirlos. Adama, como no sabía nadar, me animaba a perseguirlos y cuando los alcanzaba se tiraba hacia atrás para celebrarlo. El camello, sin prisas, bebió lo suyo, que como ya sabes es mucho y nos esperó con la paciencia que le caracterizaba. Nos secamos al sol y al sol dejamos los turbantes extendidos sobre la hierba mientras comíamos a la sombra de un frondoso y recio árbol. Cuando acabamos de comer nos tumbamos a descansar. Ni él ni yo dijimos nada sobre seguir camino. No hicimos noche bajo aquel árbol, junto al río, por los mosquitos. Trasladamos nuestro culo junto a una tapia de barro con unos contrafuertes y allí dormimos resguardados del viento que se levantó cuando bajó la temperatura después de irse el sol. Al despertar, lo primero que vi fueron unos frutos que colgaban de un árbol cuyo tronco ocultaba la valla. Las ramas de otro árbol también asomaban por encima del muro, al
otro lado de un pilar que hacía el rincón que habíamos aprovechado nosotros para pernoctar. Quien cerró durante la noche el habitáculo así creado, fue Hamal que con su corpachón nos resguardó del aire y del frío. Y el camello también nos sirvió de nuevo como escalera para hacernos con aquellos frutos. Por todo ello fue un despertar agradable. Parecido al que vives tú a diario, que te encuentras, tras dormir, con un desayuno encima de la mesa, nosotros lo encontramos encima de nuestras cabezas. De alguna manera, un frigorífico natural, nos guardaba a nosotros un almuerzo sorpresa. Fue Adama quien se subió a Hamal y arrampló con casi todos los frutos que creyó en sazón. Los apretaba, calibraba su madurez y los arrancaba o los dejaba según le pareciera. Al verle, deduje que no era la primera vez que hacía aquello, pero no le pregunté. No es que fueran un manjar, pero no estaban mal aquellos frutos, y mejor nos supieron por la cercanía y el costo. Eran jugosos y sin hablar aprobamos a mordiscos y con gestos aquella suerte. Me vino a la cabeza mi bisabuela Mayifa que siempre sería mi abuela a pesar de todo. Ella siempre quiso que fuera un guerrero, de la misma forma que tú quieres que uno de tus hijos sea médico. Los sueños están matizados, como nosotros mismos, por nuestro entorno. De hecho, mi abuela Mayifa solo podía soñar con que su biznieto fuera el brujo de la tribu o un guerrero. Y mira tú por donde, las circunstancias me llevaron a ser filólogo de una lengua que, ni ella ni yo, conocíamos. Algo que Adama nunca se planteó. Él optó por la ignorancia, que no por la incultura, y lo hizo totalmente consciente. Y eso normalmente no ocurre porque la ignorancia suele ser impuesta. Él no es infeliz a su modo. Siempre ha querido que no se repitiera su historia, sin saber que solo le podían arrancar una vez de su infancia. Lo sabe, pero no lo quiere reconocer por si acaso. La herida de Adama es tan profunda como la muerte. Y no deja de ser curioso que él sea uno de los cicatrizantes de la mía. A mí me tira más mi tierra. A Adama le da miedo. Y eso que ya han pasado lo menos cincuenta años. Nos tuvimos que lavar en el río porque el jugo de los frutos nos dejó pegajosos. En el trayecto hasta el agua el polvo se pegó en nuestras manos y en nuestras caras. Y cuando llegamos a la ribera Adama parecía un negro esmirriado con barba canosa y espesa. Imagino que a mí me pasaría lo mismo. Yo me reí lo mío. Fue uno de los momentos más hilarantes que recuerdo. No paré de reír ni al lavarme, por lo que me atraganté al tragar agua. Cuantas veces, al recordar aquella cara amiga y sucia, he roto a reír. Hoy tan solo me sonrío al evocarla, pero me alegra tanto como entonces. Bon, el caso es que, después de preguntar a un comerciante, nos dijo que la siguiente ciudad hacia el norte era la lejana In Salah, y como era mañana volvimos a dejar el sol a nuestra derecha. Consultamos nuestro mapa y este confirmó las palabras de aquel. Y ya te puedes imaginar, arena sobre arena. Pero eso ya no es una novedad en estos relatos. Bastante te he escrito ya de tormentas de arena, de caminatas y cabalgadas sobre camello. Solo te diré que, a mitad de camino, es un decir, justo en un cartel de madera que encontramos en un cruce, medio enterrado, Adama cambió de idea y de rumbo. La señal también indicaba que si seguíamos la pista hacia el oeste llegaríamos a Taourirt. Y Adama sacó el mapa y lo estudió. Tuvo que pegarlo al suelo, porque el aire no dejaba de menearlo. Y esa pudo ser la decisión por la que acabamos aquí, aunque esta opinión es una simplificación. De haber seguido hacia In Salah, podríamos haber pisado tierra Libia y de ahí el salto hubiera sido a cualquiera de las otras dos grandes penínsulas europeas y mediterráneas. Pero eso no lo sabremos jamás. Ni importa, porque yo he sido feliz entre muchos de vosotros. Las etnias, las culturas son importantes para el desarrollo del hombre, pero los individuos que te rodean, son, al fin y a la postre, quienes te enriquecen. En realidad, no conocíamos nuestro destino, pero, ¿quién carajo lo sabe? ¿Acaso tú te veías cómo y dónde estás? Y no creas que solo éramos Adama y yo quienes desconocíamos nuestro rumbo. Ni siquiera aquellos que quieren que arribemos a puertos por ellos fijados conocen y manejan las tempestades y las olas del mar. Hay tantas variables en juego que ni un ordenador cuántico podría manejarlas. Y hablo de una sola vida. Pero si el hombre llegara a dominar todos esos factores, dejaríamos de ser humanos. No juzgo el hecho, solo admito la posibilidad de que se materialice. Y no olvidemos que la variable por excelencia siempre ha sido y será nuestra finitud. Quien resuelva la ecuación en la que está involucrada Muerte será tan dios como Imana. ¿Te acuerdas del cuento que te conté de mi abuela Mayifa? Eh bien, c'est ça, mon ami. Como casi siempre, Adama tuvo razón. Su desconfianza ante los tuaregs y los viajeros del desierto se confirmaron cuando
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