Enlace a LISTA DE PERSONAJES
Allí, mientras esperaba sentado que eligieran mis ya casi amigos, me sirvieron un té y me ofrecieron unos dulces que no rechacé. Después del cuarto pastel, no sabía qué hacer con los dedos pringosos hasta que un niño me acercó un lavamanos y un lienzo de tela para secarme. Tras volver para retirar el cuenco y la toallita, también se llevó el plato de golosinas que yo me hubiera acabado, si me hubieran dejado, claro. Primero eligieron para mí unas sandalias con adornos de plata. Sustituyeron las babuchas y me las calzaron. Me hicieron levantar y andar con ellas. Ni me preguntaron. Hubiera expresado mi alegría por otros zapatos nuevos, pero estaba claro que mi opinión no contaba para nada. «Estas son para pisar palacio, así que cámbiatelas». Después vistieron mi dedo anular derecho con un anillo de oro que al joyero le costó meter en mi dedo. Y del que me quejé de camino al palacio. Me apretaba. «Pues haber elegido mejor». Ante tal respuesta me quedé mudo y parado y ellos apretaron el paso. Imagino que por jorobar, porque prisa no me había parecido que tuviéramos. Llegamos al palacete por la callejuela paralela a nuestro rincón. Tras abrir una negra y pequeña puerta y decir el sirviente una frase que no venía a cuento, penetramos en un silencio y frescor que no reinaban fuera. Si bien, la puerta de hierro tropezó con un soldado que al punto se retiró para dejarnos pasar. No sería el único que veríamos antes de entrar en palacio. Los setos, perfectamente arreglados, delimitaban un camino recto de graba que seguimos en fila india. Por supuesto yo iba en segundo lugar. Noté que el porte de ambos había cambiado al pisar aquel jardín. Me parecieron más serviciales. Yo no hacía más que mirarme el anillo que me molestaba y veía los destellos que el oro emitía contra la luz de la luna. Y tropecé. «¿Te has lastimado?», escuché. Y me extrañó. Si hubiéramos estado en la calle me hubieran llamado tonto por trastabillarme. Giramos noventa grados a la derecha y pasamos bajo un arco de ladrillos. Allí el ruido del agua al caer hizo que mi curiosidad cambiara de objetivo. Así pude apreciar unas cuantas fuentes y acequias que adornaban aquel oasis en el centro de la ciudad. Nos paramos frente a un venero y allí cumplimos con las abluciones de nuestros pies, como si fuéramos a pisar una mezquita. A mí me dieron las sandalias y me sugirieron calzármelas. Así lo hice mientras un soldado cruzaba por delante y me miraba con curiosidad. Les entregué las babuchas. Allí sentado en un pollo de piedra, con el roce de la piel fina en los pies y el canto de las fuentes en mis oídos me sentí como en el paraíso. Eso sí, duró poco. «Señor, deberíamos entrar ya». Y entramos. Si fuera se permitían los murmullos del agua, dentro del palacete debía estar prohibido hacer cualquier ruido porque el silencio era total. Avanzamos por habitaciones abiertas al jardín y con muy pocos muebles y grandes alfombras. Noté que en ellas reinaba el aroma de las flores que había visto fuera. Aquel ambiente no era el que se respiraba en nuestro callejón, y eso que éramos vecinos. Y como es tan largo y curioso el recuerdo de aquellos momentos, te lo relataré en la siguiente. No esperes nada especial, como las aventuras de un buscón llamado don Pablos, pero el lance tiene miga, te lo aseguro. Un saludo,
(1VG) [↑][Volver] Cántaro. Medida de peso argelina que equivale aproximadamente a 46 kilos. Fuente: Tesoro del Comercio, tomo VII, publicado bajo los auspicios de La Real Junta de Comercio de Cataluña. Imprenta de Juan Aliveres y Gabarró, 1837. Consultada en books.google.es.(2VG) [↑][Volver] Dikembe se refiere aquí al dicho: ‘A los tontos de Carabaña se les engaña con una caña’ y que se usa en muchos lugares de España, siendo Carabaña un pueblo de la Comunidad de Madrid, que yo sepa. Es una expresión que se usó mucho entre los chavales y chavalas, allá por los 60 del siglo pasado. Si te interesa saber el origen, entra aquí.
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