Todos se conocen y todos tienen referencias de cada domicilio y su dueño. La casa en cuestión, un poco apartada, era humilde, pero resultaría un palacio. Saludamos en voz bien alta antes de entrar en el patio. Oímos una respuesta apagada que nos llegó del interior del edificio de adobe. Entendimos que nos daban paso franco y entramos. La voz cascada nos animaba a seguir y nos guiaba. Tras acostumbrar los ojos a la oscuridad del interior, descubrimos a un anciano que nos recibía con palabras educadas y con gesto sereno y alegre. «Pasad, pasad. Aquí no llegan muchas visitas. Sed bienvenidos a la humilde casa de Kassem». Después se disculpó por no atendernos mejor, pero, según él, sus piernas ya estaban con Alá. Eso sí, nos ofreció un té tibio que, según sus palabras, se lo había dejado preparado su buen hijo antes de irse a la labor. Aceptamos por educación y nos sentamos en el suelo, sobre una estera, junto al colchón sin bastas en el que yacía nuestro anfitrión. Después nos pidió que le ayudáramos a incorporarse para mejor hablar y quedó apoyado con la espalda en la pared y frente a nosotros. Pero Adama, al ver el gesto de incomodidad del viejo, se apresuró a colocar unos almohadones, no muy limpios, entre su espaldar y el adobe. «Gracias, hijo. Que Alá te lo premie. Este inútil ya está disculpado hasta de las oraciones. Pero no creas que he dejado de orar, no. Incluso me oriento como puedo hacia La Meca». Adama, como acostumbraba, le contestó con un gesto. En este caso con una tierna sonrisa. Al notarla, el buen hombre siguió con su cháchara. «Y, ahora, ya cómodos, decidme, ¿en qué os podemos ayudar?». Y, ahí, intervine yo. Le conté que buscábamos a Belkassem con buenas intenciones y que veníamos de parte de Said, un antiguo amigo suyo, que nos había facilitado muy amablemente su dirección. «Pues habéis atinado a la primera. Esta es su casa porque él es mi inestimado hijo». Y, como es lógico, nos contó su desgracia, historia que escuchamos, a pesar de su contenido, con agrado. Resulta que él, como todos los varones de la aldea, se dedicaba a la agricultura. Su familia siempre había trabajado los árboles frutales y él, por la herencia recibida, siguió con los limones y las naranjas. La huerta familiar no era muy grande, por lo que, para llegar al día siguiente, había que recoger hasta el último fruto del último árbol. Mal que bien, había sacado siempre adelante a su mujer y a su prole, incluso pudo mandar a algún hijo a la ciudad para que pudiera estudiar. De la misma manera y por el mismo motivo que todos los hombres trabajaban la tierra, todas las mujeres soportaban los trabajos domésticos que incluían el aprovisionamiento de agua a las casas. «Hace unos años, se invertía mucho más tiempo que ahora en ese cometido, sabéis». Eso quería decir que tenía que ser él solo quien cuidara de los frutales y del huerto del que todos comían. Hecha la introducción, pasó a relatarnos «el día más largo» de su vida que yo te resumo en una caída desde lo alto de un limonero. «Y gracias a Alá que caí de pie sobre aquella piedra que llevaba más tiempo allí que el árbol». Se quebró ambas piernas. Y algo más. Estuvo allí tirado con dolores hasta bien entrada la noche, cuando su mujer, preocupada por su tardanza, salió a buscarle con algunos vecinos y algún hijo. «Desde ese mal llegado día, no he dejado de tener dolores ni he podido servirme por mí mismo». Cuando el hijo estudiante se enteró de lo acaecido, volvió, abandonó los estudios y se hizo cargo de la huerta. Y unos años después también tuvo que ocuparse del resto de ocupaciones porque «su madre murió después de una corta enfermedad. Fue como un relámpago. Al menos ella no sufrió». Por eso la casa no estaba tan limpia y ordenada como debería estar, «pero es que el pobre Belkassem no tiene tiempo para más. Bastante tiene con la huerta y conmigo y con hacer la comida y con traer el agua y con todo. Un día dura lo que dura». Encima de recibirnos y atendernos, era él quien nos pedía disculpas a nosotros. Muchos aquí, en España, con la atención más a menos suficiente de la Seguridad social, nos hubiera echado de su casa con cajas destempladas por invadir su intimidad. Desde aquel aciago día era pues su hijo el único útil de la familia, y como quiera que en el pueblo nacían más varones que hembras, era muy difícil encontrar una esposa para su hijo. Y más si no se dedicaba en buscarla ni un minuto. «Y mira que yo le insisto. Pero qué voy yo a buscarle si me tengo que arrastrar por ahí. ¿Una lombriz? Una mujer por lo menos es imprescindible para la vida de un hombre. ¡Si lo sabré yo!». Por todo lo dicho era muy fácil, hasta para mí, deducir donde se encontraba su hijo en esos momentos. La historia de aquellos dos hombres me entristeció. Y para sentirme un poco mejor me ofrecí a traer agua. Cargué como pude sobre Hamal un cántaro y cogí también el pellejo casi vacío que tenía junto a él, en el suelo, el viejo Kassem. Antes de salir, me dio las indicaciones necesarias para encontrar el pozo y vacié del todo el pellejo en una tetera en la que Adama se puso a calentar agua para hacer té, al son de las pautas que le dictaban. Tardé un tanto, y cuando volví noté que en la casa, o al menos en la habitación en la que estábamos, alguien había empleado su tiempo en limpiar y ordenar las cosas. Me esperaban con el té servido, esta vez caliente. «¿Quién ha ordenado todo esto?», pregunté a mi amigo. Él me miró como quien mira a un tonto y no contestó. Tenía razón, ¿quién, si no él, podía haberlo hecho? Adama, como deberíamos hacer todos, obviaba las preguntas cuya respuesta conoce de antemano quien las formula. No nos dimos cuenta del tiempo pasado con el anciano hasta que nos sorprendió su hijo sin haber acabado el té. Un hombre joven con su turbante y su chilaba, apareció en la puerta de la estancia con un gesto de extrañeza en la cara. Un tanto susceptible, y sin saludar, preguntó: «¿Y ustedes, quienes son?». No contestamos nosotros, sino su progenitor: «Son gente de paz, Belkassem. Y mis invitados. Incluso han limpiado la casa y han atendido a tu padre. Y eso no lo hace cualquiera. De hecho, son los primeros. Así es que, no te preocupes. Y no lo entiendas como una queja. Para ti, hijo, solo puedo tener cariño y agradecimiento». Entonces, el hijo ya puesto al día, cumplió con los saludos de rigor. Y después, de una manera indirecta, pidió disculpas a los invitados de su padre. Yo quité importancia a su conducta anterior porque «Es normal que un hombre, al llegar a casa de su padre tullido, dudara de dos extraños que se habían colado en ella». Como viera que a su padre no le faltaba la razón volvió a preguntar, ya más educadamente, cuales eran nuestros deseos y no nuestras intenciones. «¿En qué podemos ayudarles?». Le relaté la conversación mantenida con su amigo Said en Merzouga, además de trasladarle las salutaciones que para él me diera. Mis primeras palabras hicieron que su cara tomara el mismo rictus de cuando entró a la habitación, pero después de mirar a su padre, le explicó que Said fue un compañero de universidad. Y que al volver a Aoufous había perdido el contacto con él. «No sabía que se había asentado tan cerca y que tuviera tanta progenie. En la primera ocasión que tenga, iré a verle». Y ahí cortó la conversación porque había vuelto para que su padre comiera y, por supuesto él. «Espero que nos acompañéis y sepáis perdonarme». No vi justo que, encima de su buena acogida, nos comiéramos sus provisiones, pero Belkassem insistió y nos ofreció el fruto de sus árboles. «Pocas veces podemos comer caliente, salvó el té». Era una época del año en la que tenía mucho que hacer en el huerto. «No pidas disculpas, hijo. Cuando uno comparte lo poco que tiene honra a sus huéspedes y se honra a sí mismo». Ese comentario jamás se me olvidará. Aquel anciano sabía mucho más de lo que a primera vista pareciera. Con su buen criterio, conseguiría que su hijo cumpliera con su amigo Said yéndole a ver. De lo que más disfrutamos Adama y yo fue de la naranja que compartimos. Aunque el melón amarillo, que también dividimos, estaba exquisito, dulce como el arrope. No sé el motivo, pero el caso es que el sabor de la fruta me recordó las caricias de mi abuela Mayifa. La sinestesia es cotidiana, aunque no lo parezca ni le demos importancia. Y, por asociación de ideas, al acordarme de Mbo, le dije a Belkassem la suerte que tenía al ser hijo de un padre como Kassem. Al comentario contestó quien se sintió aludido y negó la mayor. Explicó que quien había tenido buena ventura había sido él al engendrar un hijo así. «Tonterías, padre. Cualquiera haría lo mismo que yo». Y en esas me llamó la atención que Adama hablara después de que el padre llamará mentiroso al hijo con la boca pequeña. Bueno, hablar, hablar, no. Tan solo contestó con un “no” rotundo a las palabras del joven anfitrión. El tono tan tajante de mi amigo cortó el hilo de esa conversación. Ese momento fue aprovechado por Belkassem para anunciar que debía volver a la labor y nos invitó a acompañarle para hablar del motivo de nuestra grata visita. Y Adama volvió a abrir la boca: «Ve tú, Dikembe». La sugerencia implicaba que él quedaría a cargo del anciano. Apunto lo evidente porque hoy me doy cuenta que era lo normal, pero en aquel momento no pensé que Adama, a su vez, pensara en el viejo tullido.
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