De cómo
afir. Sí, Maison Zafir se llamaba el comercio donde entramos en aquel zoco marroquí. Con su olor característico producido por las emanaciones de los tintes y los productos usados para curtir el cuero. ¿Quién, que no ha estado en un bazar marroquí, no recuerda ese aroma que a unos gusta y a otros disgusta? A mí, la verdad, ni lo uno ni lo otro, pero me quedé prendado de unas alforjas de cuero repujado. No hacía más que acariciarlas embobado hasta que la voz de mi Pepito Grillo particular habló:«Pesan mucho, Dikembe». Y, como siempre, aquella conciencia ajena tenía razón. Para un animal no era peso, para un hombre sí. Aun así, la sopesé sin dudar del resultado. Sería un estorbo, pero los caprichos no atienden a razones. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Abandoné el primer antojo y me fijé en el segundo: el gorro de Fez. Me probé varios hasta que encontré uno de mi talla, pero messieur Zafir me corrigió la inclinación del gorro y confirmó su conformidad con la cabeza. Entonces, me acerqué a mi amigo y le sonreí de oreja a oreja. Abrí los brazos con las manos extendidas en busca de su opinión. Práctico y parco exclamó muy serio: «Llamativo». Y se me pasaron las ganas de gorro. Debíamos pasar desapercibidos como los desheredados, no llamar la atención como la nobleza. Y no solo en Fez, en cualquier lugar que pisáramos. Inclusive en medio del mar. Y allí un gorro rojo no ayudaría más que a resguardarme del sol y para eso ya era suficiente con la capucha de la chilaba porque ese punto de color se vería desde la costa. Y más pragmático me puse a buscar, junto a Adama, una chilaba vulgar que no destacara. Mientras estábamos en ello, salió de la trastienda un personaje cuyo semblante se hubiera hecho famoso en cualquier cárcel. Una profunda cicatriz le cruzaba la cara. Y podía estar contento porque, si bien le faltaba parte de la nariz el tajo no había afectado a ninguno de sus ojos. Después del pequeño susto me acordé del viejo-tuerto-mudo que me posibilitó alejarme de Abu Dahrr. Pero el grato recuerdo se amargó. Nos habían calado, pensé. Otra vez las mafias. El extraño se sentó detrás de una mesita en un rincón de la tienda, en tanto el muchacho se ubicó en la entrada y nos dio la espalda. Cuando hubimos elegido, no me quedó otra que encararme con el malcarado y preguntarle el precio. La pregunta tenía más interés que la respuesta porque pretendía aclarar la duda y ubicarnos, y no en la tienda: «¿En qué moneda queréis pagar?». Esta vez mi amigo no leyó entre líneas y, por una vez, contestó él a la pregunta: «En dólares». Y entonces vino la declaración de intenciones: «Pues si es así, no solo buscáis atuendo, sino también donde lucirlo. Os saldrían gratis las dos chilabas». Al oírla, Adama dio un respingo porque cayó en la cuenta de que el cebo que nos habían puesto le habíamos mordido a pesar de ser de papel. Y debió pensar que era mejor no darse por enterado y hacerse el tonto porque contestó que era nuestra última compra antes de volver a casa, a Thamidanté. El cariacuchillado no se lo tragó. Era evidente que no habíamos comprado nada y que nuestro acento no era de los alrededores. E insistió en la propuesta: «No encontraréis a nadie que os lleve mejor a puerto y en las mejores condiciones». Entonces la contestación de Adama fue irónica y rotunda pero educada: «Pero es que, monsieur, nosotros no somos gente de mar, solo queremos volver a nuestro pueblo que, como sabe usted, no está muy lejos». El mafioso, que no cejaba en su empeño, también usó la ironía en su respuesta, aunque incluyó una amenaza soterrada: «Y que no me entere yo de que compráis otras chilabas más baratas». Después de lo cual se levantó y gritó al muchacho que nos cobrara y desapareció detrás de la cortina. Pagamos y nos pusimos las prendas allí mismo. Al salir comenté a mi compañero que nos habían echado el ojo. «No se les escapa nadie, eh. ¿Qué vamos a hacer?». Me contestó que nada. Preocupado le advertí que debíamos tener bien abiertos los ojos. «¿Y cuándo los hemos cerrado, Dikembe?». Y, la verdad, en aquella ocasión Adama se equivocaba, aunque solo fuera en parte, porque yo siempre estaba al loro, como él. Y, aun así, tampoco las cogía todas al vuelo, porque hasta bien entrada la mañana no nos dimos cuenta de que nos seguía un crío. Estaba claro que aquel tipejo, feo y malencarado, velaba por sus potenciales clientes. Y, como quiera que había más de una “agencia de viajes”, no quería que se le escapase ninguna venta. Cuando Adama me hizo notar la presencia del mozalbete, no le di la menor importancia, aunque a poco estuve de encararme con el pequeño vigilante, no recuerdo el motivo pero sí el sermón que me dedicó Adama en cuatro palabras: «No es culpa suya». Era verdad. En múltiples lugares y en múltiples circunstancias los niños son convertidos en herramientas y, aunque yo no lo supiera por aquel entonces, también en víctimas, aunque se salvaran del trabajo. Allí ya sabes cómo, y aquí, por ejemplo, para que el mensaje comercial cale más profundamente en vuestras mentes porque, me dirás qué tiene que ver un teléfono móvil con un bebé, por ejemplo. Ya le podían echar más imaginación para transmitir la idea de la facilidad de uso o la inocuidad de un producto. En fin, dejemos ese mundo virtual y volvamos a una realidad pasada. No me sentía cómodo en aquella situación, con alguien pegado al culo todo el tiempo por
Imagen 1. Foto bajada de www.destinationequateur.info (original en color).Imagen 2. Foto bajada de www.lejournalinternational.fr (original en color).Imagen 3. Foto bajada de www.yaqada.com (original en color).Imagen 4. Foto bajada de sobremarruecos.com (original en color).