De cómo llegamos a la Península
iziyiziyiziyi
No puedo negar que Dikembe lleva razón cuando dice que los hombres con uniforme se creen dioses, aunque la generalización nunca es exacta. Pero quién no ha tenido una mala experiencia con un uniformado, sea este del tipo que sea. En esa línea cabe decir también que cuanto menos rango tiene el Napoleón de turno, más grave es su soberbia. Y ahora soy yo quien generaliza. Una de mis frases más odiadas es aquella que pregunta: ¿Sabe usted con quien está hablando? Me asquea porque me parece una excusa de aquel que en ese momento va de paisano: Si fuera de uniforme no me hablaría usted así. ¿Y usted se cree que por llevar un uniforme es más que yo? Anda que no hay cazurros en todos los y las órdenes si excluimos la natural. Cierto es que uno sufre de stolifobia pero también es verdad que otros sufren del síndrome de Napoleón.
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También nos contó que la PM iban siempre en busca de algún caballa vestido de paisano. Los caballas son los españoles nacidos en Ceuta que, por el motivo que fuera, hacían la mili allí mismo. Dormían en casa, no en el cuartel, pero debían ir vestidos de uniforme por la calle. Estuve un tiempo engañado porque pensaba que caballa era la hembra del caballo. Cuando supe que era un pez, no me aclaró de donde venía ese hipocorístico. Luego supe que las aguas donde pescaban los ceutíes estaban infestadas de este pescado. Y que nosotros, de haber sido jóvenes hoy, hubiéramos sido atunes y presas de los atuneros, como lo fuimos de las mafias norteafricanas. La última información que nos pasó Nadim, junto con un macuto, nos hundió sin que La Paloma hiciera aguas ni zozobrara. Ceuta era un puerto franco por lo tanto no tenía aduana. Aunque no tendríamos que pasarla en Algeciras. Llevar, llevábamos los chalecos salvavidas debajo de las chilabas y también el dinero. Aparte de eso, nada, ni siquiera papeles para entrar en la Península. Por ello, antes de arribar al puerto de Algeciras, cuyas luces divisaríamos sin problema en la oscuridad, deberíamos lanzarnos al mar sin que nadie nos viera por babor o estribor, cerca de la amura y nunca por popa. Esto hubo de explicárnoslo Nadim con otras palabras: «La popa es la parte de atrás del barco, y allí están las hélices que lo mueven. La amura es eso que veis, donde empieza a estrecharse la cubierta para hacer el pico de la proa. Ese es el punto que más cerca está del agua.». Estaba claro. Babor y estribor eran los laterales del navío. Y la amura la teníamos a diez metros. Dentro del macuto, junto a algunas frutas, nos había metido un cabo por si en vez de saltar nos queríamos deslizar hasta el agua. Y por último nos dio una cartera de tejido encerado para meter el papel moneda. Después de oír todas aquellas aclaraciones, Adama bajó del barco por donde había subido sin decir una palabra. Nadim me miró con cara indagadora y sorprendida. Con tres palabras se lo expliqué: «No sabe nadar». Tras lo cual abandonamos la cubierta y bajamos a tierra tras mi amigo. Ya los tres juntos otra vez, Nadim, a su manera, pidió disculpas y se defendió: «Di por hecho que los dos sabíais nadar. Y nadie dijo que iba a ser fácil». Adama, nervioso, no dejaba de dar cortos paseos. Se alejaba y se acercaba a nosotros con movimientos de cabeza, como si negara la realidad, como si no creyese que había llegado hasta allí y que, por el miedo a ahogarse, se iba todo al traste. Tanto nadar para morir en la orilla, como decís vosotros. Al final debió de verlo claro, porque según se acercaba, dijo algo así: «Siempre hemos confiado uno en el otro…». Me puso la mano en el hombro, me miró a los ojos e hizo un acto de fe: «Vamos, Dikembe» y sin soltarme me arrastró de nuevo a bordo del navío que ya avisaba de su salida. Poco después, también a golpe de sirena, nos hicimos a la mar con el saludo de Nadim desde el muelle. Y con una advertencia que yo juzgué imprudente: «¡Cuidado con las hélices!». Pero de haberla interpretado el resto del pasaje no se la hubiera creído. Menos mal que se expresó en francés. He de aclararte que Nadim no era caballa, sino un marroquí asentado en la colonia española tan alegal como nosotros. El miedo por la vida de mi amigo, me arrancó el que yo sentía por la mía. Y la responsabilidad creció en mi interior según nos alejábamos de África y nos acercábamos a Europa. No nos movimos del punto más apropiado en toda la travesía. Los jóvenes que volvían a casa iban felices y alegres. Y lo expresaban de manera sonora y fogosa. Si no hubiera sido por lo que era, yo me hubiera sumado a ellos, aunque no conocía las canciones ni las bromas que compartían. Pero las risas sí. Las carcajadas forman parte del lenguaje ecuménico, como el llanto. ¡Qué fácil hubiera sido sin fronteras ni aduanas! Pero el mundo en el que pretendíamos vivir tenía sus exigencias. Nada había sido coser y cantar en nuestro periplo y esta ocasión no iba a ser una excepción. Acaso por quitarme de encima esa sensación de responsabilidad le dije a Adama que eligiera el momento de saltar: «…pero primero saltaré yo». Lo de la cuerda lo veía muy llamativo y lento. Podían descubrirnos a la primera, según nos deslizábamos por el costado del barco. ¿Y qué haríamos entonces, uno en cubierta y otro colgando? No, mejor sería saltar y que fuera lo que dios quisiera. Adama no contestó a nada, simplemente me sonrió y descubrí en sus ojos toda la confianza que me otorgaba. Recuerdo perfectamente que se me humedecieron los ojos. Y en la oscuridad le abracé. Era nuestra despedida porque ninguno de los dos creía que fuéramos a lograrlo. Y supe en esos momentos que quien se sentía responsable de la situación era él. Yo era, por el contrario, el encargado de llevarnos a buen puerto. Aquel hombre ponía su vida en mis manos con toda tranquilidad. Llevaba al extremo nuestra amistad. Había decidido sobre el muelle de Ceuta no ser el motivo de quedarnos en tierra. La vida usa mucha ironía con quien quiere vivirla. Las luces del puerto de Algeciras comenzaron a hacerse visibles entre la bruma. No tuvimos tiempo ni ganas de disfrutar nuestro primer crucero. Basta que no desees que llegue un momento para que el tiempo avance más deprisa que la propia luz. A causa del frío que se había levantado al acostarse el sol, no nos movimos ni un metro de la borda a la que nos recostamos al subir. Había llegado el momento de tomar decisiones. ¿Sería la última? Tú y yo ya sabemos que no. Pero en aquellos instantes nadie lo sabía. «Estará fría», afirmó Adama. Y nos echamos a reír los dos. Así eran y son sus bromas. Pero tras las risas nerviosas vino la muerte chiquita(1) que trajo de nuevo el silencio. Y el miedo por el otro me hizo tiritar. Ya se distinguían siluetas sobre el malecón algecireño. Las aguas, negras con puntillas blancas, no se dejaban ensillar. Aun así, un Adama desobediente subió un pie sobre el pasamanos del bordo y saltó al vacío. Antes de que oyera golpear su cuerpo contra las olas, el mío ya le seguía. Sin sacar la cabeza del agua ya le llamaba. Le busqué nervioso, pero no le ví. Al sobrepasarme el barco y tras el bamboleo que produjo su estela, me di con él. Enganché su ropa y tiré hacia mí. Su respuesta fue pegárseme como una lapa. Entre su peso y mi mal nadar empecé a sentir que nos hundíamos. Y grité como nunca había gritado: «¡Quédate quieto, quédate quieto!». Y esta vez obedeció. «Ponte boca arriba. Yo te sujeto». Y volvió a confiar en mí a pesar del pánico que me transmitía su cuerpo y sus manotazos contra el agua. Entonces pude ser dueño de mis extremidades mientras flotábamos gracias a los chalecos. Cambié mi presa y le agarré de la capucha y empecé a mover mis pies y mi brazo libre. Busqué las luces del puerto. Las encontré y hacia ellas me dirigí. «Así va bien, así va bien», le gritaba entre jadeo y jadeo, sin notar que avanzáramos. Pese al ejercicio empecé a notar el frío y la humedad. Por supuesto no me dirigí derecho al puerto. Dejé las luces a mi derecha. Cansado, imité la postura de Adama que preguntó sin mover un músculo: «¿Estás bien?». Le tranquilicé: «Solo cansado». Pero descansé poco. Era peor quedarse quieto, el frío de las aguas hacía que tus músculos se agarrotasen. Y pensé que mi amigo lo pasaba peor que yo, así que me puse en marcha otra vez, pero antes le dije que moviera las piernas hacia arriba y hacia abajo. Con ello buscaba que Adama no sufriera una hipotermia y me encontré con una ayuda para avanzar. Ya no era un peso muerto, aunque tampoco un motor fueraborda. Y volví a gritar: «Así va bien, Adama» para animarme a mí mismo. Cuando me faltó el aliento y me sobró el cansancio mis talones chocaron contra el suelo marino. Entonces, se me pasó todo: el frío, el miedo, el desaliento y la fatiga. «¡Hago pie, hago pie!» aullé y solté a mi rémora amiga. Él asustado, no sabía qué era hacer pie, no terminó de decir mi nombre ya erguido y con el agua por la cintura. Salimos del mar a trompicones y en lucha con la resaca y la extenuación. Nos dejamos caer todo lo largo que éramos sobre la arena seca. Habíamos llegado. Yo, al menos, tiritaba. Caí en un duermevela hasta que sentí en mis ojos el color del sol. Estaba aún mojado sobre la blanca arena. No quise abrir los ojos porque me sentía bien. Recordé a Adama de pie sobre las olas y me despreocupé. Lo cierto es que no sentía preocupación alguna. Tan solo el ruido del mar y mi propia existencia. Si nos hubieran sorprendido en aquel momento me hubiera dado igual. Lo habíamos conseguido, quizás porque no sabíamos que era imposible. La voz de Adama me sacó del nirvana. «Vamos, remolón. Al menos date la vuelta para secarte el culo». Sin moverme y sin abrir los ojos pregunté aquello que ya sabía: «¿Estás bien?». «Mejor que tú». Sonreí por fuera y por dentro y me di la vuelta. Noté como la arena se desprendía de mis ropas y como la brisa la arrancaba de mi piel. Y recordé los consejos de Nadim, tarde pero me acordé. No debíamos estar al descubierto mucho tiempo. Y más si algún viajero de La Paloma había dado la voz de alarma. “Más vale tarde que nunca”, me dije. Me incorporé y quedé sentado: «Tenemos que marcharnos de aquí». Pero segura-
(1VG) [↑][Volver] Muerte chiquita: coloq. Estremecimiento nervioso o convulsión instantánea que sobreviene a algunas personas. Fuente: DRAE.
Imagen 1. Foto bajada de minotauro.periodismohumano.com. ©Juan Medina (original en color). Retocada.Imagen 2. Foto bajada de www.losbarrios.es. Imagen 3. Foto de HombreDHojalata - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0 es,bajada de commons. wikimedia.