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De cómo Adama estuvo a punto de espicharla
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A veces, la lectura de estas cartas, reviven en mí imágenes del pasado. ¿Quién, que no tenga mi edad o más, no recuerda aquellas bolsas de leche, imposibles de manejar abiertas? Y ellas, junto con la leche, me traen a la memoria el botellín de leche que me daban en el colegio antes de salir al recreo. Hacíamos un agujerito con la punta del compás y la leche salía a presión. Antes, de más pequeño, la leche no era fresca, sino en polvo, y teníamos que masticar los grumos. De aquella no guardo buen recuerdo y aún se me contrae la mandíbula al recordarla en la boca. ¡Qué asco! Tengo claro, salvo porque fui a otro colegio, que un crío de aquellos con los que topó Dikembe, podría haber sido yo. Incluso uno de esos que le hizo burla simiesca. Muchos nos criamos y educamos en unos valores tan erróneos como impuestos, pero, gracias a nuestra curiosidad y nuestras dudas hemos evolucionado en dirección contraria a la que nos dirigían.
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Antes se convivía en las ciudades con animales que producían trabajo o alimentos. Ahora solo convivimos con animales de compañía. Los otros, los productivos, los almacenamos en granjas requetelimpias donde son engordados a ritmo frenético, donde conviven con máquinas que les ordeñan o esperan la muerte. No es anormal, pues hemos hecho lo mismo con los ancianos. Y me refiero solo a amontonarlos a la espera de su muerte, no a cebarlos ni a exprimirlos, como entenderás. El problema de la leche lo solucioné esa misma mañana. Cuando volvía del mercado, con fruta y algún pepino pasé por delante de un comercio del que salía un olor extraño. Por eso me fijé en su escaparate. Me impresionó la cantidad de objetos y colores que exhibía: Cubos verdes, barreños rojos, pelotas naranjas, jarras transparentes, botellas blancas, botes amarillos, vasos azules, tazas moradas y otros tantos artículos y juguetes coloridos que desconocía. Todos de plástico. Entré. El aroma, agradable en principio, se volvió desagradable por intenso. Lógicamente compré una botella con el mismo cierre de aquella otra que usamos en el autocar para aliviarnos. Pero no fue tan fácil. Hube de salir con el dependiente a la calle. Allí ante el escaparate, tampoco nos entendimos muy bien. Al final se coló dentro del gran expositor y con mis indicaciones tras el cristal acerté a comprar la botella. No quise perder más tiempo, por eso no volví sobre mis pasos para llevar el recipiente con leche. Sí lo hice con agua, en una fuente que encontré en la plaza donde se ubicaba la Casa de Socorro, si bien en la otra punta. Una vez llena, corrí pegado a la fachada más alejada, pasé por delante de un cine
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