CAPÍTULO 6
De cómo llego a ser esclavo
iziyiziyiziyi
Mientras sea el hambre, el miedo a morir, el origen de nuestras decisiones, será difícil que las consecuencias de las mismas sean provechosas y efectivas para quien las toma. Pero eso no lo sabía Dikembe, claro. Como a cualquier preadolescente todavía no le había llegado el momento. Esa materia no forma parte de lo que te enseñan en el colegio. Que si lo piensas, es muy poco. Y saber que Cristóbal Colón descubrió América, tampoco es que sirva para mucho, ¿no? Y, además, no es una verdad absoluta, salvo que se añada que la descubrió para el Reino de España y adyacentes. Según leo, y he leído en estas cartas, Dikembe tenía más experiencia cuando llegó a España que yo pueda reunir jamás. Si ahora me sueltan a mí en el entorno en el que nació él, allí cerca de Gwane, junto a la frontera de la República Centro Africana, no duraría ni una semana. En cambio, Dikembe no solo fue capaz de llegar hasta nosotros, además, asimiló el entorno, quiso entenderlo, y al hacerlo, se sumó a él. Y lo hizo sin renunciar a nada, porque siguió siendo el que era, siguió hablando francés aunque el idioma que le enamoró fue el de Cervantes. Al menos esa es mi opinión que, en esta segunda lectura, espero confirmar. Y no pongo a este congoleño como ejemplo a imitar porque nadie podría, pero sí puedo entresacar de sus palabras la inteligencia que demostró al entender sus circunstancias en cualquier momento. En ningún instante se preguntó el motivo de lo que le tocaba vivir, lo vivía y trataba de mejorar su situación. En este sentido, creo, debe mucho a Adama, como veréis más adelante. Pero bueno, leamos lo que ocurrió con el tuareg Moussa, aunque en el título del capítulo ya os he descubierto mucho.
iziyiziyiziyi
Se podría decir que me embaucó, aunque también cualquier otro podría decir que yo necesitaba ser engatusado. Lo que te digo yo es que necesitaba salir de allí, que en definitiva es de lo que Moussa se había percatado. Y como el perro callejero va allí donde ve cariño, eso es lo que hizo este negro. Bien sabía él donde conseguir las provisiones para su viaje de vuelta, pero se apoyó en mí para darme protagonismo e importancia, además de distraer su objetivo. Luego él hacía los trueques en los que yo no sabía si ganaba o perdía porque no conocía el valor de los objetos ni las especias con las que se manejaba. Pero jamás le vi contrariado después de un solo intercambio, por lo que deduje que ninguno había sido una trocatinta para él. Aparte de almorzar, también cenamos juntos y a su costa porque la intención matutina de acabar con todo no fue más que una baladronada. Y, ¿cómo no?, también compartimos la noche y la piel con la que él se tapaba. Después de haber dormido al raso, me sentí como un marajá. Antes de terminar de arrebujarse bajo la manta Moussa se ató las riendas de su camello al tobillo. «Nunca se sabe, Dikembe». Yo dormí como un bendito. No podría ser de otra manera. Después de mucho tiempo tenía la tripa llena, el cuerpo arropado y me sentía seguro junto a aquel targi. Si hubiera creído en dios, se lo hubiera agradecido, pero como ni mis abuelos ni mi bisabuela me habían convencido, me quedé dormido agradecido a mi desconocido bienhechor. Y, mira tú, ahora veo que fue lo más acertado, aunque me equivocara. En ningún momento del día hablamos de lo que yo estaba deseando sin saberlo, y tú habrás adivinado ya. Él despertó antes, y por primera vez en mi vida, que yo recuerde, me hice el remolón para levantarme. ¡Me encontraba tan bien envuelto en esa piel de camello y viendo cómo me preparaban el desayuno! ¡Hasta había leche! Algo a lo que, seguramente, tus hijos se acostumbraron enseguida, tanto a desayunar leche todos los días como a que les prepararan el desayuno y remolonear en la cama. Pero no entiendas que pretendo que te sientas mal por ello. Muy al contrario, lo que quiero destacar es que no todos los niños tienen esta necesidad cubierta, y, observarás que hablo de necesidad, no de lujo. Sentirse querido nunca podrá ser objeto de ostentación. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Y tras el descanso y durante el desayuno, al ver que Moussa preparaba todo para volver al desierto y llegarse hasta su casa me atreví a pedirle lo que él quería desde el momento que me echó el ojo. «¿Por qué no me llevas contigo?». Se me quedó mirando como si no me hubiera oído pero no contestó. Durante su silencio yo me consumía. Tenía que salir de allí a toda costa, aunque nunca pensé que el precio de mi huida fuera a ser tan caro. Pero eso vendrá más adelante. Muchas veces me has preguntado inútilmente porqué llevo siempre camisa, aun en lugares donde nadie las lleva. La respuesta que nunca te he dado, y que ahora me veo obligado, es que las marcas de mi dolor pasado están grabadas en mi espalda, como verás. Y lo que no sé es si te alegrará tener por fin una contestación. Bon, sí lo sé. No te va a gustar, dudarlo sería como serte infiel. Pero todo a su tiempo. Los titulares siempre son impactantes y pueden sacarse de contexto, dentro de él son más suaves y minimizan su eficacia tremendista. Sobre todo si son sobre malas noticias. La respuesta de Moussa fue otra pregunta: «¿Estás seguro de que quieres acompañarme?». Le contesté que sí antes de que acabara él de hablar. Me advirtió entonces: «Allí donde voy la vida no va a ser para ti nada fácil, Dikembe. Va a cambiar radicalmente. Recuerda que te lo advierto». «No me importa, Moussa. Peor no voy a estar». Pero eso era lo que yo pensaba, aunque él sabía lo contrario, pero el caso es que no lo dijo, se quedó tan solo en una advertencia velada por mi necesidad de huida. Y como ves, se cubrió las espaldas. Mi alegría fue tremenda al oír que no le importaba. Pero había que dejar claro ante los demás que le acompañaba por mi propia voluntad, hecho que, ingenuamente, yo valoré positivamente. Así pues, antes de abandonar la aldea, buscamos al jefe del poblado, una especie de alcalde vuestro y le dejamos claro, mejor dicho y para mi desgracia, dejé claro que me iba con Moussa Mazmud porque yo quería sin que él me hubiera sugerido siquiera que le acompañase. El anciano y sus acompañantes, sin decir una palabra, asintieron y movieron sus manos para que nos retiráramos, como si les molestáramos. Ambos nos alejamos contentos, aunque por diferentes motivos. Y así comencé viaje con el tuareg sin saber que pasaría mucho tiempo hasta volver a sentir esa alegría que produce salir de una prisión injusta. No sé cuando cambió su actitud y se quitó el velo de amabilidad que le cubría porque durante esa mañana ya no volvimos a hablar. Él a lomos de su camello, sentado en esa silla típica de su etnia y yo sobre mis pies desnudos no tuvimos ocasión de comunicarnos, ni motivo, la verdad. Si bien Moussa retenía a veces el paso de su camello, a mí me costaba lo mío seguirle. Ahora bien, era tal mi alegría y mi afán de poner tierra de por medio entre mi persona y aquella odiada aldea que no rechisté ni una vez. Aunque hubiera corrido, le hubiera seguido al fin del mundo o al infierno, que era donde, sin saberlo, me dirigía. A uno de tantos que existen por desgracia en África, sin negar que el resto de continentes los tengan también. Así llegó la hora de comer, pero solo comió él. Yo monté un toldo con dos palos y una tela que me dio, pero no disfrute de su sombra ni de los alimentos que Moussa sí ingirió. Tan atónito me quedé que ni le pregunté ni me quejé. Después de la orden de recoger y una vez desmantelado el cortavientos, sirvió un poco de agua en el cuenco donde había comido y me lo ofreció. «Toma, no quiero llevarte a cuestas. Esta noche comerás algo, no pongas esa cara». Hasta la textura de su voz había cambiado. Y en aquel lugar, aparte de mi alegría, dejamos su piel de cordero. Lo siguiente fue una bronca por retener su marcha. «Si el camello puede, que es un animal, tú también, gánate el agua que he gastado». Ya no recordaba la odiosa aldea, miraba hacia delante y pensaba en qué me esperaba. No lo entendía. Pero lo entendería. Llegó la noche y monté el tenderete para él. Yo cené media docena de dátiles y un poco de agua y pasé más frío que alicatando iglúes, como dice tu hijo mayor, porque dormí al raso y sin manta ni piel, esa se la echó él encima y ya no la compartimos más. Bon, ni la piel ni nada que no fuesen unos sorbos de agua y unos dátiles más aplastados que los polvorones que te comes tú en Navidad. A la mañana siguiente, en el camino volvió a producirse la riña por no seguir el paso. Paró, giró el torso y me puso a caldo. Yo, con la cabeza gacha y más perdido que una democracia en África, aguanté el chaparrón, pero ya pensaba en una solución al verle los esfuerzos que hacía por mirarme desde lo alto de su camello. Se volvió y proseguimos con la marcha. Más que andar, tenía que correr y por ello, como el niño que era, le saqué la lengua. Eso, unido al recuerdo de los esfuerzos por volverse me dieron la solución para ajustar mis pasos al camello. Corrí un poco más y me puse a la altura de las ancas del animal y volví a sacarle la lengua a Moussa. Nada, no me vio. Precavido como me había vuelto empecé a hacerle burlas y momos, que si me sacaba las orejas hacia fuera y ponía cara de elefante, que si simulaba con el brazo el pico de un pelícano, que si me ponía las manos en las sienes abriendo los dedos, nada, no se enteraba de nada. Y en esto que desde atrás nos vino una lluvia de arena que arrastraba el viento. Este giró después y se nos puso de cara. Me pegué al trasero del camello y la verdad es que noté mejoría y pensé que el tuareg se había cubierto todo el rostro con su tagelmust(5). Pasada la tormenta de arena y animado por el juego y lo que podía ahorrarme seguí con las mofas. Hacía una y me adelantaba un poco más. Hasta que, al llegar a la altura de su pie, me vio con los índices metidos en las narinas y la lengua fuera. Claro, sin detener el paso me preguntó sobre aquel gesto que, menos mal, no interpretó como una burla hacia él. Y, aunque mintiera, fui muy convincente al decirle que escupía la arena y que no quería que se me metiera en las narices. Según desaceleraba oí su contestación: «Pues ya puedes alimentarte de la arena, porque hoy también ayunas. No sé si me he hecho con suficiente comida para dos, y todavía nos quedan unas jornadas». A pesar de las malas noticias, no me vine abajo. En aquel momento, hubiera
(1) [↑] Mehari. Camello. De ahí viene el nombre que Citroen dio a su famoso automóvil de 1968. En www.almendron.com podemos leer: «El término mehari, así como meharée, de origen árabe, son utilizados abusivamente por los francófonos».(2) [↑]Azalahi Caravanas, en takmashek, idioma tuareg.(3) [↑] Turgi. Singular de tuareg(4) [↑] Sharia. Ley islámica.(5) [↑] Tagelmust Turbante, en takmashek, idioma tuareg(6) [↑] Éhe Tienda, en takmashek, idioma tuareg. También significa matrimonio y mujer, con lo que no sabemos a qué se refería concretamente Moussa.