Capítulo IV: ¡La verdad os hará libres!

Publicado el 03 marzo 2011 por Ibizamelian

“El amor y la muerte”, Capricho de 1799, Francisco de Goya y Lucientes

Cada vez que me hospedo en alguna habitación del longevo castillo seguntino se repite el mismo sueño. Es como si mi cuerpo se desdoblara, abandonando el espíritu momentáneamente la materia para vagar libremente. Conduciéndome a una estancia donde aparece ella llorando amargamente, arrodillada, asiendo férreamente con una mano un arca dorada, mientras con la otra sostiene entre sus delicados dedos la pequeña cruz que él le regaló, en la que destacaba una minúscula flor, una rosa pintada de un intenso magenta. Repitiendo incesantemente entre sollozo y sollozo: “¡Que la luz me conduzca hacia ti!” Mostrándose nítidamente tal representación, mas quedando el resto de la ensoñación oscura, envuelta en una densa niebla.

El desconsuelo de la bella dama es tal que no alcanzo a imaginar manera alguna de aplacarlo. No pudiendo apartar la mirada de tan triste estampa. Sin embargo, una mesa capta mi atención. En el centro se erige una diminuta pirámide, junto a ella un trozo de papel blanco en el que hay trazada una curva, aparentemente por un compás, y un ángulo recto dibujado presumiblemente por una escuadra. De repente todo se ilumina al salir el astro sol por el Oriente. Es entonces cuando me despierto, no sin antes escuchar unas vagas palabras, transportadas por el viento que a modo de eco misteriosamente pronuncian: “¡La verdad os hará libres!”

Aturdida me levanto, alargando la mano para beber un poco de agua de la copa que coloco siempre en la mesa de noche contigua a mi cama. Rememorando una a una aquellas misteriosas imágenes, la historia del gran amor y desdicha de Doña Blanca. Tratando de comprenderlas, puesto que como aseveraría el genio de la pintura y figura clave del romanticismo español, Francisco de Goya y Lucientes: “La fantasía, aislada de la razón, solo produce monstruos imposibles. Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos.” Calmándome únicamente al abrir la ventana y oler el embriagador aroma de las acacias que crecen majestuosamente en el jardín. Empañando la brisa levemente el espejo que hay justo detrás de mí.

Hay quien cree que si se ama apasionadamente a alguien cuando su cordón plateado se desata del mundo tangible, todavía podemos sentir su presencia si nos concentramos en recordar sus formas y detalles, su característico timbre de voz, su sonrisa o peculiar gesticulación. Incluso cuando nosotros mismos perecemos podremos reunirnos momentáneamente en el primer cielo gracias a esa visualización, aparentando casi real la unión. Manteniéndose esa conexión en el segundo cielo si es lo suficientemente intensa. Después tal vez venga el olvido, para culminar en fusión en una próxima reencarnación si verdaderamente los amantes eran ambas caras de una misma moneda.

El yin y el yang. No obstante, semejante y excepcional circunstancia exclusivamente acontece cuando somos capaces de presentir en lo más profundo de nuestro interior lo que al otro le depara el azar. Si bien la mayoría del tiempo nos negamos a admitir y desechamos como falaces los referidos pálpitos. Quedando ambos subconscientes misteriosamente ligados. Albergando en el fondo de nuestro corazón la premonición del preciso segundo del postrero adiós.

Pero siendo así o no sufro por el tormento de Doña Blanca al caer en la cuenta de todo aquello que no pudo decirle a Don Fadrique antes de que partiera hacia la otra orilla. Pues mayormente creemos que la vida es considerablemente larga pudiendo posponer hasta mañana lo que debiéramos decir hoy, disponiendo en otro momento de una nueva oportunidad. Si bien lo cierto es que un buen día conoces la atroz realidad, que la muerte destruyó cualquier otra ocasión terrenal. En ese preciso instante te preguntas cuánto tiempo perdido y qué dirías si resultase factible volver atrás.

Sólo a partir de ahí te convences de que nuestra existencia es pura construcción modelada sobre nuestro propio ser, que trata de influir armoniosamente en la realidad que lo envuelve. Fundamentándose en ello nuestro destino. Ya que como dijo el célebre maestro José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo a mí mismo.”