Capítulo VIII: Una historia plagada de privilegios

Por Ibizamelian

“Auto de fe”, pintado por Pedro Berruguete en 1475

Quedando atrapados poco a poco en tan excelsa disertación:

“Hay veces que no doy crédito a lo escuchado, cuando más y más regulación reclama el ciudadano. Luego de haberse exitosamente inoculado el mensaje, por los estamentos siempre privilegiados, de que la raíz de nuestros males radica en el exceso de libertad. En tanto en cuanto ese preciado anhelo para nada plenamente alcanzado, mas en manifiesto retroceso, es una conquista relativamente reciente y demasiado frágil en Occidente. Espíritu que irrumpe en Oriente en el 2010 con las primaveras árabes.   

Las revoluciones del s. XVIII trajeron aires renovados al mundo occidental, pero los que durante infinidad de siglos habían acumulado reiteradas prerrogativas les resultaba difícil de ellas desprenderse. Solo fue tras la Segunda Guerra Mundial cuando se declara que la soberanía radica en el pueblo, anteriormente en la nación, y precediendo a ésta en el Rey durante el periodo de monarquías absolutistas. Comienzan a recogerse en las Constituciones lo que hoy llamamos derechos sociales, siendo vanguardistas en este aspecto la mejicana de 1917 y la alemana de 1919, instituyéndose el Tribunal Constitucional, por primera vez en Austria en 1920 y en el resto de los Estados mayoritariamente tras finalizar las Segunda Guerra Mundial, en pro de salvaguardar la aplicación de los consagrados constitucionalmente derechos fundamentales. Será en el siglo XIX cuando se implante el sufragio universal masculino, precedentemente censitario, que se instaura en las postrimerías del siglo XVIII y en el que solo un 2 ó 3% de la población tenía derecho a voto. Entre las dos grandes y dramáticas guerras del siglo XX las mujeres consiguen acceder a las urnas en algunos países, en Suiza por ejemplo tendrán que esperar hasta hace escaso tiempo, exactamente a 1971.

Pero lo paradójico fue que si bien en la declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 se decreta que: “Toda sociedad en la que no está asegurada (…) la separación de poderes no tiene Constitución”, luego de la Primera Guerra Mundial el parlamento pierde preponderancia en favor del ejecutivo, quedando prácticamente eclipsado hoy por este último. Resultando un claro síntoma de que aunque nosotros pensemos que sí, a esto ya no se le podría llamar estrictamente democracia. Sin contar que en algunas naciones como la nuestra, además lo que impera es un Estado de partidos, al carecer de listas abiertas o elección nominal por circunscripción electoral, agravado por el hecho de reconocerse nimiamente la voz de las minorías, pues carecemos de la segunda vuelta o hemos optado por la controvertida Ley D’Hondt que refuerza a las organizaciones mayoritarias. Derivando en el angosto bipartidismo y pudiendo desembocar finalmente las mayorías en el consabido populismo o en gobiernos tiránicos característicos del siglo XX.  

El ideario ha sido asimilado, con un derecho penal en expansión. Ya que no hay que olvidar que éste es un constreñimiento de los derechos individuales, al que conforme al principio de intervención mínima o de “ultima ratio”, al usar los recursos más onerosos para el individuo (penas y medidas de seguridad), se ha de acudir como última vía. Debiendo, de ser posible, optar por otras ramas del Derecho (multas administrativas, indemnizaciones por vía civil, etc). Mas casi se usa ya como primera alternativa. Además de que la presunción de inocencia se ha pulverizado y el carácter de resocialización del delincuente, con el fin de tornarlo apto para integrarlo nuevamente en la sociedad, omitido. Precepto defendido a lo largo de la historia española entre otros por Francisco Giner de los Ríos, baluarte del Krausismo español. Hasta la extinta cadena perpetua quieren rescatar, sin contar que en algunos países la execrable pena de muerte aún existe. No siendo todavía clasificada su abolición por el derecho internacional público como una norma imperativa o de “ius cogens”, es decir, de obligado cumplimiento frente a todos. Otorgándoseles tan sólo este alto rango de protección a: la libre determinación de los pueblos o la prohibición: del uso de la fuerza, del genocidio, de la discriminación por razón de raza o religión, de la esclavitud. A lo que hay que sumar la tibieza de la ONU a la hora de dictar resolución alguna, paralizada por el poder de veto de las cinco grandes potencias (EEUU, Rusia, China, Francia y Reino Unido), cuyo voto en contra dentro del Consejo de Seguridad impide cualquier actuación. Pesando más a veces hipotéticamente las circunstancias económicas del momento que la supuesta tragedia de seres inocentes. Países que lograron este privilegio al ser el bloque vencedor en la Segunda Guerra Mundial, creando así la Organización de las Naciones Unidas (ONU), constituida vigentemente por 193 Estados Miembros, que reemplazó a la Sociedad de Naciones (SDN) erigida luego de la Primera Guerra Mundial.

Líneas rojas que hacen engordar aún más el señorío del Estado, generando, de no controlar adecuadamente su tamaño, una aberración, que cual Leviatán, al objeto de la consecución de una meta, por más loable que este sea, se despreocupe de los medios pisoteando derechos universales, inalienables al ser humano. Ejecutando controvertidas ponderaciones de derechos fundamentales, que pudieran escorarse según la dimensión o interés del grupo de presión. Distorsionando el precepto de la máxima claridad del derecho y seguridad jurídica.

Viniéndoseme por ello a la mente, ante este peligroso y descomunal gigante desarrollado, las palabras del insigne Nobel de Literatura de 1990 Octavio Paz: “el crecimiento monstruoso del Estado, ‘el ogro filantrópico’, es simultáneamente causa y expresión de nuestros males. Los liberales creían que gracias al desarrollo de la libre empresa florecería la sociedad civil y, simultáneamente, la función del Estado se reduciría a la de simple supervisor de la evolución espontánea de la humanidad. (…) ¡Esperanzas y profecías evaporadas! El Estado del siglo XX, se ha revelado como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no como un demonio, sino como una máquina”.

Y es que si rememoramos nuestra historia, primeramente hubo una pincelada de participación política, nacida con la polis griega. No obstante, sólo gozaban de todos los derechos un pequeño núcleo de ciudadanos, quedando fuera de la comunidad: los esclavos, las mujeres y los extranjeros. Dando paso a la Antigua Roma, que va desde la Monarquía (754-510 a.C) hasta la República (510-27 a.C), donde el “maistas”, similar a lo que muchos siglos después se denominaría soberanía, pertenecía al pueblo. Posteriormente, con el Principado, inaugurado entre el 27 y 23 a.C. el “maistas”, se entregaba por delegación al Príncipe. Quien acapara progresivamente ingentes cantidades de poder, creando la ley, generando hasta entonces las normas las asambleas populares. Refiriéndose a ello el prestigioso jurista Ulpiano (fenecido en el 228) al aseverar que: “Lo que complace al príncipe tiene fuerza de ley”. Pero esta legitimación hacía aguas, ante un pueblo cada vez más desorientado por tanto privilegiado, y será en el 313 mediante el edicto de tolerancia religiosa, promulgado por Constantino y Licinio, cuando se cristianice el imperio. Convirtiéndose el emperador por gracia divina en el representante de Dios en la Tierra. Asimilando como suyos los preceptos cristianos, que había sabido hacer acopio de los dispares símbolos paganos, principal causa por la que el cristianismo se había extendido enorme y rápidamente entre las distintas capas sociales. Conllevando su reconocimiento la fidelidad de este amplio sector de la sociedad a la casta gobernante. Potenciando el Emperador la aristocratización de la Iglesia. Pasando a ostentar el Papa el poder espiritual y el Emperador el temporal. Dando paso a las herejías, es decir, a la eliminación de todo pensamiento discrepante.

Pero según el Evangelio de Tomás, texto copto de Nag Hammadi, Jesús dijo: “Yo soy la luz que está sobre todos ellos. Yo soy el Universo: el universo ha surgido de mí y ha llegado hasta mí. Partid un leño y allí estoy yo, levantad una piedra y allí me encontraréis.” Habla de una religión íntima, personal del individuo, que al igual que el resto de religiones monoteístas, preponderan el misticismo individual. La andadura iniciática que ha de emprender todo ser humano para la perfección espiritual lograr. Sin embargo, si en este razonamiento intuyésemos algún atisbo de acierto, mermaríamos importancia a los intermediarios de Dios en la Tierra, y sobre todo a los gobernantes que lo han utilizado para su poder durante más de mil años frente al pueblo legitimar.    

Jesús hablaba de bondad, de austeridad, perdón, explicando su mensaje a modo de sencillas parábolas, capaces de ser captadas por cualquier ser humano con independencia de su formación y preparación. Recogiendo símiles que ya indicaban las culturas ancestrales, buscando con ello que calara fácilmente en los humanos el nuevo dogma. Los mándalas utilizados por el hinduismo y budismo aparecen en los rosetones de las iglesias góticas, construidas por lo que conocemos como masonería operativa, es decir gremios de obreros duchos en la construcción. Alegóricamente nace el 25 de Diciembre que coincide prácticamente con el solsticio de invierno, celebrado desde el antiguo Egipto. En todas se habla de modelar al hombre sobre el barro, es decir, buscar su perfección. Se otorga gran importancia a la figura femenina, al estar cada individuo constituido por dos polos opuestos, que han de guardar simetría. Relacionándose con la madre tierra a la Virgen María, de suma veneración por parte de los templarios. Como concebiría el psiquiatra Carl Gustav Jung sustrato del inconsciente colectivo, arquetipos que se recogen en las dispares culturas, y que magistralmente recuperaron crípticamente los alquimistas.

En el Concilio de Nicea, 325, el emperador Constantino será el encargado de que los actuales dogmas cristianos prosperen y de que otros se releguen al ostracismo, calificándolos de heréticos. Si bien es cierto que no se inventó nada, se ocultaron supuestas verdades. La leyenda habla de infinidad de libros escondidos en la sede papal privando al mundo de su conocimiento.

Uno de los primeros en sufrir la nueva furia sería Arrio, presumiblemente de origen libio y muerto hipotéticamente por envenenamiento, quien fundó la corriente del arrianismo, de considerable desarrollo en Oriente. Condenado por herejía en el Concilio de Nicea. Teoría que rechaza la Trinidad y defiende que Jesús fue alumbrado, si bien  con atributos divinos. Lo que lo asemejaría entonces a un profeta, con un marcado corte humano. Como tal pudo tener descendencia, la denominada “de sangre real”, encarnada para algunos en la dinastía merovingia. Teorías de las que se harían supuestamente eco los templarios luego de sus viajes a las cruzadas, pues era en esta zona donde más enraizó el parecer de Arrio.


Pero semejantes creencias resultaban de suma peligrosidad para el poder imperante, pues éste basaba su hegemonía en la “res publica christiana”, donde siguiendo los axiomas de Agustín de Hipona (s. IV), agustinismo político, todo poder provenía de Dios, fuera de la Iglesia no existía nada, siendo Jesús su Jefe, y por delegación en la tierra el Emperador. El derecho tenía que ser antiguo y bueno. Proveniente de la creación, por lo que nadie se podía quejar de lo que el Supremo había decidido para él en vida, por mal que fuera si había sido dispuesto por la gracia divina. Siglos y siglos de sometimiento, de reclusión en la oscuridad.

Mas los distintos reinos se empiezan a cansar del subyugamiento al Emperador y al Papa, por lo que apoyan a otras corrientes religiosas en pro de lograr mayores cotas de poder. Siendo la Paz de Westfalia (1648) la que marque un antes y un después. Tratados que pusieron punto y final a la denominada Guerra de los Treinta Años. Disputas entre católicos y protestantes, que afloran con la irrupción de los movimientos de reforma de Lutero (1517), Zwinglio (1522) y Calvino (1541). Formalizando la igualdad soberana, definición que puede apreciarse en el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas (ONU) como: “la fe (…) en la igualdad de derechos (…) de las naciones grandes y pequeñas”. Acabando con la subordinación al Emperador y al Papa de la Edad Media. Momento coincidente con el Renacimiento, donde por primera vez el individuo empieza a alcanzar categoría vital gracias al humanismo, fomentado por los aires de reforma. Pidiendo movimientos, presuntamente dentro de la propia Iglesia Católica, cambios. Como quizás fue la secreta Orden Rosacruz.

Si bien hasta ese momento existieron diferentes modos de entender la doctrina, siempre de manera soterrada. La Orden del Císter, siendo Bernardo de Claraval mentor de la Orden del Temple, propulsor de su expansión por toda Europa, se contraponía a la Orden del Cluny al clamar por una mayor austeridad. Y otros que darán lugar a la Inquisición, concebida inicialmente para reprimir a los cátaros del siglo XIII. Línea defensora de una fe pretendidamente pura, en la que debería prevalecer el espíritu, despojando a sus miembros de todo lo material. Intentando volver a los primeros movimientos cristianos del s. I y II, extendido entre las capas más pobres y contrarios a la opresión imperial. Previamente a quedar absorbida por el poder político y de arroparla con ostentosidad.

Lo que demuestra que pocos años de efímera libertad hemos disfrutado. Ya que no hay que omitir los intentos de involución del siglo XX, los cuales nos dejaron una masacre sin parangón a causa de dos grandes Guerras Mundiales. Solicitando algunos ahora en el siglo XXI que volvamos a dar un paso atrás, aprovechándose de los miedos del ser humano y de su ansia de seguridad para sustraernos poco a poco nuestras libertadas. Alegando eso tan intangible e incomprensible como es el bien común o interés general.”