Sin embargo, La mala luz es algo más, porque frase tras frase, metáfora tras metáfora, nos adentramos en el sinuoso terreno del alma humana, donde los recuerdos ya no moldean nuestra vida, pero sí la forma de verla. Ver, observar, atribularse tras la palabra para intentar salir de nuevo a flote. Todas ellas herramientas que Castán emplea muy bien, proporcionándole a su protagonista una voz propia, única y distinta. Una voz que se nos presenta tan cercana, que el autor transita por la primera persona con total fluidez para que nada quede fuera del alcance de un hombre que no tiene nombre, pero sí dolor y necesidad de redención, pero en vez de buscarla en Dios, lo hace en la propia vida, en el sexo, en el alcohol, en Marguerite Duras, en Celan…, en la poesía…, en la literatura. La fuerza de esta alentadora novela está en su capacidad de enredarnos en la intrahistoria del personaje que aborda, lo que nos lleva a afirmar que otra literatura sí es posible, donde el don de la palabra está en primera fila, así como esa necesidad de trascendencia existente en la buena literatura de siempre, tan denostada en la actualidad.
¿Qué nos queda entonces? Si acaso huir a París y ponernos a mirar el Sena en el puente de Mirebau buscando a Celan… Sí, mirar al Sena, donde una vez más, la imagen del suicidio como acto sublime de libertad se torna tan bello como literario, o tan cinematográfico como la escapada al final de la noche presente en el film Los amantes del Pont Neuf, donde el destierro y el miedo, pero también el amor, son las fuerzas que mueven el universo de unos personajes cuya gran condena no es vivir, sino el miedo a perderlo todo.
Ángel Silvelo Gabriel.