Sólo quince minutos me separan de mi hogar éstos caminos que cada día recorro. Llueve con fuerza, el día está gris plomizo y el viento arrecia. ¿Te llevo en un momento? me pregunta. No, no te apures, prefiero ir andando, sentir la lluvia y caminar.
Al salir, el helor y la humedad me da de lleno en mi rostro, abro el paraguas y las gotas de la lluvia golpean con fuerza la tela estampada de color rosa palo, llena de blancas estrellas que tanto me recuerda la habitación de mi hija. Años ha que conseguí la misma tela en el paraguas que hoy me cubre mientras camino, que las que adornan ése dulce rincón de mi Estefanía, la misma tela que decora las cortinas, los cojines y el edredón de su cuarto.
No hay nadie en las calles, están desiertas y disfruto de mi corto paseo; la música de la lluvia calla mis pensamientos mientras mis pasos me llevan hasta mi cocina. Ésas mismas calles, hoy mojadas, limpias, relucientes discurre pequeños torrentes y se hacen charcos en los alcorques de los naranjos y me inunda el aroma a tierra mojada. Las naranjas cuelgan de las ramas brillantes y los hermosos ficus resplandecen, me dan que pensar que los árboles hoy están contentos, felices. Yo también celebro la lluvia.
Las hojas se visten de un verde brillante, intenso, mientras que otros árboles también cercanos me recuerdan con sus colores marrones y amarillos que es Otoño, que las diminutas gotas de agua golpean sus hojas dejándolas caer inevitablemente hacia el suelo.
Sigo mis pasos como cada mañana, recorro la encalada y blanca tapia del colegio, extraño las risas de los niños en el recreo, la musicalidad de sus voces y en cambio suenan estridentes las salidas de agua del patio de juegos que golpean las grises aceras convertidas en verdaderas riadas de agua clara y transparente. Una sinfonía alegre pero a la vez asombrosa, es música para mis oídos, es la música de la lluvia: llueve.
Y al llegar a casa miro mi jazmín, tienen adheridas gotas de agua, poblando sus hojas de finas y luminosas perlas de agua que brillan bajo el barniz de la lluvia que no deja de caer. Sin darme cuenta mi paraguas lleno de estrellas sacudió el hermoso y lánguido follaje que hizo un ruido áspero y las agazapadas flores fueron cayendo como una lluvia de livianos jazmines que tapizaron de blanco mi camino marcando el sendero hasta mi puerta. Entré y miré mi jazmín abatido por la fuerza de la lluvia constante y me acerqué, corté una flor, blanca, mojada.....
Entré en casa con ella en la mano, mientras fuera.....Llovía y llovía. Y desierta quedó la ciudad pues llovía.....como decía en su canción Henry Stephen: "Porque yo corté una flor, y llovía, llovía....."
Y mientras cocino escucho llover, me acompaña ésa música: las gotas de lluvia golpean mi patio. Y en los fogones el aroma de un plato contundente, propio para éstos días de otoño: carrillada ibérica con salsa de pimientos del piquillo.
INGREDIENTES PARA DOS PERSONAS:
Medio kilo de carrilladas ibéricas (pequeñas, de cerdo), una cebolla (blanca, dulce, tipo cebolleta), dos dientes de ajo, un vaso grande de vino blanco, dos vasos grandes de caldo de carne, aceite de oliva virgen extra, sal y cuatro pimientos del piquillo (en conserva).
Pelar la cebolla y los dientes de ajos y picarlos en trozos pequeños.
En una cacerola echar cuatro cucharadas soperas de aceite de oliva virgen extra, de forma que cubra el fondo. Ponerla al fuego y una vez esté caliente echar la cebolla y los ajos, pochandolos a fuego lento durante uno o dos minutos, removiendo de vez en cuando.
Incorporar las carrilladas y dejarlas sofreir durante cinco o seis minutos,
Introducir nuevamente los trozos de carrillada en la cacerola y dejar cocer unos diez o quince minutos hasta que reduzca la salsa al punto que deseen.