Casi un siglo de vacío artístico, estimulado por el silencio que une a intelectuales y medios de prensa

Por Deperez5
Han pasado casi cien años de la irrupción de las vanguardias artísticas, nacidas a comienzos del siglo XX con el noble propósito de acompañar el gran salto hacia el progreso protagonizado por la ciencia y la tecnología, que se sumaron al auge de las ideas socialistas para prometer un horizonte ilimitado al avance de la humanidad.
Cien años es un ciclo propicio para proponer un balance que se podrá corregir o rechazar, pero que no me parece desatinado.
El flamante ideal de la “pintura pura”, concebido por Mondrian, Kandinsky, Malevitch y otros pintores que ansiaban ubicarse en la cresta de la ola revolucionaria, generó en sus comienzos una gran resistencia, pero terminó por imponerse en toda la línea, primero en el mundo del arte y luego en el campo intelectual en su conjunto.
Lanzado como un arte que debía expresarse exclusivamente por sus propios medios formales, liberado de la copia de la naturaleza y de las anécdotas literarias, el ideal de la pintura pura se apoyó en el sofisma de que se podía disfrutar de ella sin tratar de entenderla.
Sembrado en un momento inmejorable, cuando la inconmovible fe en el progreso hundía el pasado y la tradición en el mayor de los descréditos, el argumento de la pureza artística, apoyado en un airoso interrogante: ¿acaso es posible entender el canto de un pájaro?, creció con irresistible fuerza hasta convertirse en uno de los axiomas característicos del siglo XX.
A partir de ese momento, el abismo entre un antes inteligible y racional, y un después en el que se nos exige aceptar sin entender, introdujo al mundo del arte en un cauce inaccesible a cualquier intento objetivo de valoración, con un resultado previsible: al desaparecer los criterios objetivos y verificables para evaluar la calidad de las obras, los mecanismos de consagración artística quedaron fuera del alcance y de la comprensión del público.
En el siguiente paso, el vacío fue llenado por los consensos que establecen los iniciados en los misterios del arte contemporáneo, basados en fundamentos tan inaccesibles a la razón como las “obras” que integran su repertorio: telas rasgadas, maderas, piedras, barras y planchas de metal, animales muertos, esqueletos, zapatos, productos industriales, alegatos políticos estrictamente progresistas, excrementos, videos caseros, basura, manchas, planos de color y una inacabable lista de trivialidades carentes de sentido, cuya mayor condena la dicta su simple enumeración.
Pero a pesar de su flagrante absurdidad, este girar en el vacío mantiene su vigencia refugiado detrás de una palabra que tanto en el arte como en la política funciona como una muralla infranqueable; en un mundo que vive pendiente del pensamiento políticamente correcto y cultiva la religión del progreso, nada inspira tanto temor como el calificativo de reaccionario.
Así se explica el estridente silencio de los intelectuales (salvo honrosas excepciones) y de los grandes medios de prensa ante el misterioso encumbramiento de artistas y de obras que nadie entiende, acordado por el misterioso concilio del arte contemporáneo, cuyos dictámenes casi nadie se atreve a cuestionar.
En este sentido resulta característico el reciente ensayo de Félix de Azúa, "Autobiografía sin vida", donde el prestigioso intelectual asume como apropiada la actual desintegración del arte, a la que define como la representación que el arte hace de su propia muerte, y la defiende como la única posibilidad de nuestra era.
Veamos esta reveladora cita del libro, publicada en el diario español El País:
"Hay un momento final. A partir de Hiroshima, los humanos nos damos cuenta de que podemos autodestruirnos hasta desaparecer del cosmos. Se produce entonces una grieta gigantesca con el pasado y comienza una nueva era. Es como el paso del paleolítico al neolítico. Y el arte de esta nueva era está empezando aún. Por eso nos parece rarísimo, desconcertante, porque viene a decir 'he muerto', pero esto es la obra de arte. Presenta como obra de arte su propia desaparición. Es difícilísimo en este momento trabajar sobre cuestiones artísticas. Creo que hay que ser filósofo, vaya, y en el sentido técnico de haber estudiado la carrera. Estamos en el puro vacío, en la representación artística de la muerte del arte, que ha alcanzado la fase hegeliana de la autoconsciencia. Esto le lleva a la autodestrucción pese a que, simultáneamente, esta destrucción es artística. Es una contradicción muy interesante para los que nos dedicamos a la teoría, pero, claro, a la gente le desconcierta mucho. Es todo complicadísimo y al mismo tiempo es nuestra representación. Llevamos una vida así de complicada".
"La historia del arte, con mayúsculas, está cerrada. Va a ser muy difícil que se mantengan los grandes discursos antiguos. ¿Qué vendrá? No tengo ni idea. Lo que está claro es que el arte así como se ha concebido en los últimos 30.000 años se ha acabado. Pero también sé que no podemos prescindir del arte, como no podemos hacerlo de la religión o la ciencia".

Félix De Azúa es original cuando, en lugar de recurrir al mingitorio de Duchamp, menciona a la bomba de Hiroshima como el inicio de una nueva era, pero la ilusión de clarividencia contenida en aquellas palabras se disipa en la frase siguiente: “¿Qué vendrá? No tengo ni idea. Lo que está claro es que el arte así como se ha concebido en los últimos 30.000 años se ha acabado”. Estas afirmaciones nos invitan a leer entre líneas; si De Azúa hablara con mayor franqueza, lo habría dicho de este modo; “tengo que aceptar los sofismas del arte contemporáneo, aún reconociendo que ‘es difícilísimo en este momento trabajar sobre cuestiones artísticas’, porque si permito que me cuelguen el mote de reaccionario, mi prestigio intelectual quedará en ruinas”.
Donde sí acierta De Azúa es al afirmar que todo es complicadísimo.
Describir la verdadera naturaleza de un nuestra conducta y evitar los enunciados edificantes que solemos usar para enmascarar nuestros designios ocultos, fue siempre un asunto complicadísimo.