Si algo faltaba pasa asumir que algo está cambiando en el mercado del arte contemporáneo es la nota aparecida en el diario argentino La Nación de hoy, 30/03/2010, con la firma de Alicia de Arteaga, la misma persona que desde hace unos diez años convirtió su columna en una suerte de boletín oficial de las ferias, museos, instituciones y funcionarios que promueven el arte conceptual y practican la denigración sistemática de la pintura tradicional.
Para nuestra sorpresa, Arteaga dedicó la mencionada columna a celebrar un texto de la crítica de arte del diario The New York Times, Roberta Smith, hasta ayer mismo entusiasta militante profesional del conceptualismo y memorable admiradora de los pozos abiertos por el “escultor” suizo Urs Fischer en el New Museum de Nueva York: “hay muy poco en esta muestra –escribió Smith– que tenga la capacidad de impacto y asombro de los pozos, que ataque el cubo blanco puro de la galería y ofrezca a la vez una belleza instructiva y esclarecedora propia”.
La novedad que seguramente ha causado una sorpresa mayúscula tanto a los lectores de Roberta como a los de Arteaga es el descubrimiento, compartido por ambas, de que la pintura , “el medio y el soporte que hicieron grandes a Vermeer, Velázquez y Bacon es revisitada hoy por miles de jóvenes de todas partes, por mujeres que a la edad madura hacen cola en los talleres para mejorar la impronta amateur y por artistas decididos a pintar, a pesar de los cantos agoreros y de los mandatos del conceptualismo a ultranza”.
¿Dónde ha quedado, me pregunto, la Arteaga que entonaba himnos a “lo último” y lo “más contemporáneo”, o la que atacaba a un galerista porteño denunciando su inadmisible y anacrónica admiración por la pintura de los maestros argentinos Fader, Quirós y Della Valle, y los españoles Sorolla, Anglada Camarasa y Rusiñol?
¿Y que se ha hecho de la imaginativa e inigualable visión de Roberta Smith, que le permitía descubrir “una belleza instructiva y esclarecedora” en un pozo abierto en el piso del museo?
La explicación de esta repentina conversión, lo verdaderamente instructivo y esclarecedor en esta inesperada reivindicación de la pintura, es el estado de cosas que la precipita: la desaparición generalizada y progresiva del público, que huye de los museos y galerías de arte contemporáneo, y la imposibilidad cada vez mayor de sostener la chatura del igualitarismo conceptual, con su grosera pretensión de convertir en arte y en artistas a todas las personas y todas las cosas imaginables.
La realidad es que el público sólo admira y sostiene con su presencia aquello que es artísticamente admirable, es decir, la clase de obras que demuestran un grado de calidad y legibilidad que muy pocas personas pueden alcanzar.
Dicho de otro modo, lo que el público de arte (nosotros) busca en la pintura, y sólo puede ser encontrado en la pintura, es lo mismo que reclama en el resto de las expresiones artísticas: la maestría excepcional y la claridad en la comunicación que comparten los grandes intérpretes de piano, guitarra o violín, las estrellas de la danza, los maestros de la novela o la poesía y los actores que nos convencen y nos conmueven con sus inolvidables interpretaciones.
Imaginemos por un momento lo que sucedería si los criterios vigentes en el arte conceptual se trasladaran a la novela, el piano o la danza: como cualquiera podría ser un artista, personas sin aptitudes ni formación se permitirían aporrear un piano, hacer piruetas sobre el escenario o escribir frases torpes e inconexas, y serían aclamadas como grandes artistas “emergentes”.
Si algo hay de instructivo y esclarecedor en el repentino viraje de Arteaga y Roberta, es la tácita toma de conciencia sobre los devastadores efectos que el igualitarismo produce en el arte.
Todo parece indicar que las señoras periodistas han comenzado a tomar nota de la epidemia global de estupidez y el colosal aburrimiento que provoca la teoría, destructivamente optimista, de que cualquier cosa puede ser arte y cualquiera puede ser un artista
Harto de los mingitorios, pozos, caramelos, manchas informes, piedras, chapas, pescados en formol, esqueletos de ballenas, cajas de zapatos, fotos anodinas y videos caseros, y hastiado de los enjambres de curadores que destilan jactanciosamente sus jergas impenetrables y se proclaman dueños del arte, el público responde con los pies, usándolos para emprender la fuga masiva que hunde a los espacios de arte contemporáneo en una soledad cada vez más inocultable.
La conclusión, según Arteaga, es que "nunca hubo tanta libertad para derivar de la geometría a la figuración, para detenerse en paisajes románticos, escenas intimistas, flores o recortes realistas de la vida cotidiana... y para pintar cuadros que todos pueden comprender y amar a simple vista, sin que esta virtud se convierta en debilidad".
Lo único que se cabe agregar al tardío descubrimiento de Arteaga y Roberta es: chocolate por la noticia.