La película de culto por excelencia. Si alguna vez la expresión “de culto” ha significado algo más que una simplona etiqueta publicitaria o un truco barato para camuflar ante cierto público las maniobras mercadotécnicas de los contables de los grandes estudios, sin duda le debe todo su sentido a esta Harold y Maude, magnífica comedia dramática dirigida por Hal Ashby en 1971. Ashby, llegado a la dirección, como tantos otros cineastas eficientes, desde el oficio de montador, constituye una de las más interesantes y decisivas personalidades del llamado Nuevo Hollywood de finales de los años sesenta y la década de los setenta, cuando un puñado de directores, productores, intérpretes y guionistas hicieron pensar que el cine americano podría desarrollarse por otros derroteros alejados del blockbuster y el cine infantiloide, y que, datos de taquilla en mano, fueron derrotados en la década siguiente, los ochenta, al peso, la peor de toda la historia del cine americano. Llama la atención, por ejemplo, el hecho de que las menos logradas películas de Ashby, unánimemente reconocido en los años setenta, y después de haber realizado algún que otro documental musical (sobre los Rolling Stones, por ejemplo), se produjeran precisamente al cruzar el límite de la siguiente década, hasta diluirse poco a poco al agravarse su estado de salud y, definitivamente, con su prematura muerte a mediados del decenio. Pero antes de eso, Ashby dirigió un buen catálogo de títulos que reflejan como pocos el estado de ánimo social, político, económico y cultural de la vida norteamericana y, por extensión, del resto del Occidente acomodado, caracterizados por un sobrio pero minucioso estilo visual, una preocupación mayor por el plano que por la secuencia, y un tratamiento más de formas que de profundidad del fondo argumental, normalmente esquemático y simple en sus planteamientos, ideas retroalimentadas y reiterativas salvadas por un excelente trato visual y la calidad, por lo general contestataria, del guión literario. Así ocurre en cintas celebradas como El regreso (Coming home, 1978), su fenomenal historia sobre las secuelas de Vietnam, Bienvenido Mr. Chance (Being there, 1979), recital interpretativo de Peter Sellers, o su acercamiento a la figura de Woody Guthrie, Esta tierra es mi tierra (Bound for glory, 1976).
No es el caso de Harold y Maude gracias principalmente al espléndido guión de Colin Higgins, cuya mayor virtud en sus 89 minutos no radica en el contenido aparentemente transgresor, la historia de amor, sexo incluido, entre una septuagenaria gamberra y vitalista (la antigua actriz y guionista Ruth Gordon, rescatada para la actuación en la década anterior, que contaba con setenta y seis años, tres más en el guión) y un jovencito (Bud Court, que había debutado el año anterior a las órdenes de Robert Altman, que contaba con apenas veintiuno, la mayoría de edad en Estados Unidos) con tendencias edípicas, que rinde culto a la muerte y desarrolla estrafalarias puestas en escena de sofisticados e hilarantes simulacros de suicidio con el fin de llamar la atención de su madre (Vivian Pickles). Por el contrario, el elemento clave de la cinta estriba en cómo revierte y desmonta, analizándolos irónicamente, todos los valores en liza en el convulso periodo político y social que América y el mundo vivían por aquellas fechas, personalizándolos en su pareja protagonista, para luego descomponerlos y relativizarlos. Ahí radica la importancia del filme, en su capacidad para distanciarse de dogmas de uno y otro lado, pero con mayor ánimo crítico hacia lo políticamente correcto de la rebelión contracultural juvenil.
Superficialmente, la cinta parece disparar en contra de los valores tradicionales: la madre de Harold, viuda multimillonaria, intenta que se comprometa con alguna chica de su edad y que además desarolle algún interés profesional por los negocios; es decir, intenta que tenga una vida común a los de su clase: familia, orden, propiedad, ley y tradición, los pilares sociales de las generaciones de mayor edad. Cuando esta pertenencia a su mundo se pone en riesgo por sus escarceos funerarios y sus amores septuagenarios, el recurso fácil consiste en poner a Harold bajo la tutela de su tío, un veterano mutilado de Vietnam (desternillantes, por cierto, los encuentros entre tío y sobrino), para que lo enderece, le imprima carácter, lo haga madurar. Sin embargo, Harold se siente a disgusto en esa vida que su madre ha diseñado para él. En realidad, no se trata de otra cosa que del miedo de la juventud a vivir, a ser independiente, a tomar decisiones, a afrontar riesgos, su voluntad de refugiarse en una situación cómoda, neutra, al margen, en la que las necesidades mínimas estén cubiertas y las decisiones sean tomadas por otros o bajo un paraguas cobertor que no entrañe apuestas personales. El miedo a vivir de Harold es confundido en su propia mente con la atracción por la muerte (no sólo asiste con frecuencia a funerales, sino que “tunea” el Jaguar que su madre le regala para convertirlo en una especie de coche fúnebre-deportivo). Ese miedo a vivir supone por tanto más un temor a madurar, a envejecer; en resumidas cuentas, es una forma del complejo de Peter Pan, un deseo de no crecer y de recuperar a una madre protectora y defensora, una madre eternamente joven que lo conserve bajo su tutela. No obstante, cuando conoce a Maude, que en principio debería ser un ser acabado a la espera de la pronta muerte, pero que sin embargo se conduce por la vida con la anarquía y la libertad que presuntamente anhelaban los jóvenes de entonces, es cuando Harold se interesa realmente por controlar los hilos de su vida, por tomar decisiones, por crecer como persona, como identidad, para colocarse a su par. Eso, en la confusión de sus ideas, es tomado por amor, y se lanza a tumba abierta para conseguir su satisfacción. Su catarata de sentimientos por Maude despierta el resto de sus instintos, y por fin todos aquellos aspectos de su personalidad dormidos, aquellos que su madre intenta estimular de manera equivocada, vienen a la luz de repente.
Por tanto, en la película hay una doble dimensión: la superficial, aquella que une en una extravagante relación amistosa-amorosa-sexual a dos personajes antagónicos en casi todos los aspectos (abiertamente cómica en algunos momentos, como los temerarios robos de coches que comete Maude o el episodio con el motorista de la policía que interpreta Tom Skerrit; sentimental y dolorosa en otros, con mención especial al instante en que Maude recuerda la muerte de su marido en un campo de concentración alemán, lo mismo que el breve plano en el que descubrimos los números tatuados en su antebrazo), supuestamente transgresora e inconformista, denunciante de las limitativas convenciones sociales del momento -y de hoy-, y la más profunda, la manera en que Higgins y Ashby presentan lo que esas ideas preconcebidas de índole contestataria tienen asimismo de limitativo, de insuficiente para explicar la realidad de las cosas, de que no pueden establecerse planteamientos a priori de enfrentamiento generacional per se, sino de distintas actitudes sobre la vida que poco o nada tienen que ver con la edad. Del mismo modo, en una lectura primaria de la película, podemos leer cómo la historia de Harold y Maude ataca directamente los prejuicios culturales, especialmente con la secuencia que muestra su resaca después de una noche de sexo, momento que llega a repeler -al menos en lo visual- a no pocos espectadores.
Sin embargo, como decimos, la película es mucho más porque, por encima de todo, es un canto vitalista que defiende una idea tan clara y rotunda como cierta: la muerte es parte indispensable del ciclo vital, es el momento que le da importancia y sentido. Eso hace cobrar un carácter todavía más hermoso y grandioso al hecho de vivir, de acumular experiencias, de explorar sensaciones, sentimientos y deseos, y de llevarlos a la práctica, a veces incluso de manera temeraria e impulsiva, como Maude. El mensaje último, esa apuesta por liberarse de los corsés mentales, no alcanza únicamente lo social, lo político o lo cultural, como podría desprenderse de esa primera lectura superficial, sino, por encima de todo, en lo personal, en lo íntimo, en el propio ser. El colofón de la cinta ata a la perfección este argumento: “la muerte de la muerte”, su posposición hasta el instante en que deba llegar por naturaleza, su aceptación futura, y la entrega total y absoluta a los tesoros y alicientes de la vida, con una melodía de banjo (o de Cat Stevens, alma musical de la cinta, impensable sin sus acordes de guitarra) y unos torpes e indecisos pasos de baile entre la hierba. Pero con una conclusión irrefutable: muchos de los problemas del ser humano, de sus luchas, sus ambiciones, sus fracasos y sus desaires, nacen de su continuo intento por vivir de espaldas a la muerte. Su asunción, su comprensión, su carácter inevitable, lejos de teñirnos de un ambiente funesto y pesimista, deben ser un acicate para el aprovechamiento de la vida, para su disfrute, para evitar perder tiempo y esfuerzo en cuitas accesorias ligadas a aspectos materiales y puramente alimenticios.