Certificación de felicidad

Por Jlmon



La  excelencia de una organización depende en última instancia de la felicidad de sus personas.
La felicidad es uno de esos grandes enigmas existenciales en los que nunca hemos conseguido ponernos de acuerdo. Como decía Aristóteles, todos estamos de acuerdo en el hecho de querer ser felices, pero cuando intentamos llegar a un acuerdo sobre cómo serlo, comienzan las discrepancias. Es algo similar a lo que ocurre con el concepto de “calidad de vida”, todos aspiramos a ello, pero cada cual lo interpreta a su manera en términos de metas. Para unos la calidad de vida consiste en gozar de una buena salud, para otros el secreto reside en transpirar miles de euros por los cuatro costados, los hay que centran su calidad en poder disfrutar de la familia aunque no faltan quienes lo identifican con un buen partido de futbol, la posibilidad de poseer un adosado o hasta la calidad de vida de trasegarse un barreño de palomitas contemplando las andanzas de Chuck Norris allá por los orientes.
Si esto ocurre en la esfera personal, qué no puede decirse de un contexto tan a menudo mal entendido como el profesional, ese que en este país acostumbramos a llamar despectivamente “laboral” para así poder incluir a todos aquellos carentes de diplomatura, post grados y otras naderías que marcan la diferencia. En una palabra: hablar de la felicidad en el trabajo no está bien visto.
Pero no conviene perder de vista aquello en lo que, al menos, estamos todos de acuerdo respecto a la felicidad. Dicen que ser feliz es autorrealizarse, sentirse autosuficiente, experimentar sensaciones físicas e intelectuales de placer y muchas cosas más. Pero, por encima de todo, ser feliz es ser humano y si una empresa no es feliz quiere decir invariablemente que es inhumana por muchos humanos que trabajen en ella.
Ser feliz supone disfrutar de un estado de ánimo positivo o lo que es lo mismo, estar capacitado para desempeñar eficazmente las tareas, afrontar nuevos retos, colaborar con otros en la consecución de metas comunes y, en definitiva si al ámbito económico nos circunscribimos, conseguir altos índices de productividad. Si esto es así de claro y meridiano, ¿por qué se empeñan las organizaciones en despreciar la felicidad como estrategia?
La respuesta es casi siempre la misma: no hay tiempo para preocuparse de esas bobadas en un contexto altamente competitivo como el que nos ha tocado vivir. En otras palabras y recurriendo al romancero gitano: el burro le llamó al caballo orejón.
Vivimos inmersos en la normalización de sistemas, acreditaciones, normas y demás invenciones relacionadas con la calidad, la innovación, la transparencia, la responsabilidad social corporativa, la conciliación , el día mundial del árbol y la celebración de los protomártires del 29, pero no reservamos ni un momento para reflexionar sobre el derecho y la necesidad de conseguir una empresa feliz. Incluso si lo hacemos, centramos toda nuestra atención en el futuro, olvidándonos que el foco debe situarse en nuestro presente, allá donde se encuentran los retos y metas a conseguir.
Si se nos ocurriera universalizar una Certificación de Felicidad ISO 149.400, lo más probable es que el 97% de las empresas aspirantes no superarán la auditoría previa y el cúmulo de no conformidades llegaría hasta Tombuctú y vuelta. Así de inhumanos somos.
Pero las experiencias demuestran que por el sólo hecho de haber desplegado un proceso de prospectiva en torno a la felicidad , la productividad se ha incrementado automáticamente al menos en un 2% y de forma sostenida en las organizaciones que lo han llevado a cabo. Así de humanos somos…