Chicago, la lección de arquitectura

Por Vilanova_studio
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Un recorrido por las calles de la ciudad ventosa con gorro, guantes y la mirada hacia arriba, atenta a rascacielos y estadios que parecen platos voladores
Foto / HERNAN IGLESIAS ILLA
CHICAGO.- Cerca del centro de esta ciudad, del otro lado de la gran lengua de parques que bordea el lago Michigan, está Soldier Field, estadio de fútbol americano donde juegan los Bears, el equipo local. A los nativos les divierte mucho burlarse de su nuevo aspecto. Dicen que después de la renovación de 2003 el viejo estadio se parece a un plato volador o a la tabla de un inodoro. Pero para el visitante que viene a pasar un par de días, Soldier Field es otra cosa, mucho mejor.
El estadio original todavía está ahí: una enorme rueda-coliseo de cemento sepia, de inspiración clásica y columnas dóricas, que revela en cada detalle su fecha de construcción (1919). Adentro y encima de este anillo, sin embargo, los arquitectos han empotrado otro estadio, una taza azul de metal y vidrio que asoma, efectivamente, como un plato volador o la tabla de un inodoro, pero que también es un símbolo y una síntesis del éxito y el atractivo de Chicago como ciudad y, especialmente, de su capacidad para hablar de sí misma a través de la arquitectura y mantenerse enérgica y contemporánea.
Paseando por Chicago, visitando sus barrios y perdiéndose en su enorme matriz cuadriculada, uno puede ver todavía los rastros de la Chicago agrícola y frigorífica de 1890, la Chicago industrial de medio siglo más tarde y, también, la Chicago contemporánea y sus rascacielos de oficinas. En cada una de esas épocas, la ciudad se construyó a sí misma usando los mejores o los más puros ejemplos de los distintos estilos arquitectónicos que atravesaron el siglo XX. Por eso, una de las mejores maneras de visitar Chicago es hacer como si la ciudad misma fuera un museo de arquitectura vivo y al aire libre.
Uno de los chistes más amargos que cuentan los chicaguenses se refiere, como la mitad de sus conversaciones, al clima. "¿Cuántas estaciones tiene Chicago?", preguntan. Cuando uno menea la cabeza, siguiendo la coreografía obligatoria en este tipo de chistes, ellos se responden: "¡Dos! Invierno y agosto". Y un poco de razón tienen. Fuimos en Semana Santa, en el corazón de lo que debería ser la primavera boreal, pero que se parecía mucho más a un tímido final de invierno.
En invierno o en agosto
Para quien quiera ir a Chicago, especialmente si es un argentino poco acostumbrado al viento helado y las temperaturas bajo cero, el clima es un factor clave. Antes de abril o después de octubre no tiene sentido, porque la ciudad está de mal humor, refugiada en sus pasadizos internos. Una tarde le pregunté a un remisero si la gente se había acostumbrado a estos inviernos. "Nos quejamos cada año como si fuera el primero", contestó.
Aun así, Chicago puede muy bien visitarse con gorro y guantes. El viento y el frío le agregan a la aventura una bienvenida cuota de vida real, que permite verla en funcionamiento y realza su tradición de ciudad trabajadora. El sobrenombre más famoso de Chicago es The Windy City, la ciudad ventosa, y es bastante preciso en su descripción. Pero su segundo sobrenombre más famoso, The City that Works, o la ciudad que trabaja, dice mucho más sobre ella. Chicago es una ciudad-ciudad, con mística laburante y espíritu comercial. Por eso los sociólogos dicen que es la más puramente norteamericana de las ciudades norteamericanas: porque no tiene ni el foco global de Nueva York, ni la industria del espectáculo de Los Angeles, ni las élites políticas de Washington o las universidades de Boston. Chicago, en el medio de su pampa gringa, lejos del glamour y del extranjero, labura.
Por eso vale la pena verla desde cerca. Hay ciudades en las que uno se pregunta si la vida cotidiana y el ajetreo que observa en las calles son reales o si, por el contrario, esa combinación de museos y monumentos son una puesta en escena. En Chicago, donde hay pocos museos y poquísimos monumentos, uno tiene la esperanza de que la ciudad que ve debajo de sus trenes elevados, entrando y saliendo de los edificios del Downtown (más conocido como el Loop o bucle, por las líneas de subte que giran a su alrededor) o comiendo los platos dejados por sus inmigrantes -salchichas polacas (kielbasa), repollo alemán (sauerkraut), pizza italiana (su famosa deep-dish pizza, no muy distinta de la pizza de molde porteña)- es, en efecto, una ciudad que se parece bastante a la real.
Chicago está en estos meses en un momento de transición, estrenando intendente (Rahm Emmanuel, ex jefe de Gabinete del presidente Obama) después de medio siglo gobernada casi siempre por la misma familia (los Daley), y disfrutando de las obras monumentales construidas para tratar de ganar, infructuosamente, la sede de los Juegos Olímpicos. La más importante de estas obras es el Millenium Park, entre el Loop y el lago, que vale la pena por sus obras de arte: el enorme poroto-nube-riñón plateado del escultor indio-británico Anish Kapoor y las videoesculturas del catalán Jaume Plensa, dos torres de ladrillo que muestran todo el día primeros planos de gente de Chicago.
Una manera reveladora de conocer Chicago es recorrerla en sus trenes elevados, que serpentean por el centro de la ciudad y algunos de sus barrios a la altura del segundo o tercer piso. Pagando un boleto común (que cuesta 2,25 dólares) uno puede ver a chicas ensayando en estudios de ballet, adolescentes castigándose en gimnasios de boxeo y grupos de oficinistas (si se afina bien la vista) jugando al solitario en sus cubículos. Un domingo a la tarde, por ejemplo, salimos del Loop hacia el Norte, en un tren elegido casi al azar, y nos bajamos en la estación Armitage, en el corazón del barrio residencial y arbolado (y acomodado) Lincoln Park. Un rato más tarde estábamos en un banco en un parque, apenas interrumpidos por los gritos y los galopes de un partido de béisbol infantil.
Tour en barco
Hay muchas excursiones recomendables, pero la única verdaderamente imprescindible es el paseo en barco por el río para ver la evolución de la arquitectura de la ciudad, que en buena medida también es la evolución de la arquitectura del siglo XX. Los mejores barcos y los mejores guías son, según los locales, los de la fundación Chicago Architecture, sólo disponibles de mayo a octubre. Los segundos mejores, nos dijeron, son de la empresa Chicago Line Cruises, y ésa fue la que tomamos, una mañana inesperadamente primaveral de sábado. Nos tocó un guía jubilado y bonachón (pero entusiasta) llamado Patrick, que se había aprendido muy bien el guión que le tocaba recitar.
Chicago, nos dijo Patrick, tuvo suerte en la desgracia: un incendio achicharró entero el centro de la ciudad en 1890 y hubo que volver a construirla. Esta vez, en lugar de usar madera, los jóvenes arquitectos y empresarios inmobiliarios usaron tecnologías más nuevas: acero, cemento, vidrio y, sobre todo, ascensores. Chicago se convirtió casi enseguida en la ciudad con más rascacielos del mundo y durante mucho tiempo tuvo el edificio más alto del planeta, la ex Torre Sears, ahora llamada Torre Willis en honor a su nuevo dueño, que se animó a comprarla casi sin inquilinos después de los atentados del 11 de Septiembre de 2001.
Mientras Patrick hablaba, nosotros nos estirábamos hacia arriba, tratando de incorporar algo de aquel torrente de información. Yo tengo un interés especial por la arquitectura, pero el tamaño, la belleza y la potencia de los edificios brotados a cada lado del río dejaron con tortícolis y la boca abierta hasta a los turistas más desinteresados. El guía nos mostraba, por ejemplo, el histórico edificio central de Wrigley's, la marca de chicles, en la esquina más famosa de la ciudad (avenida Michigan y el río), y nos explicaba que sus intrincados firuletes y adornos se debían a que el señor Wrigley (cuyos herederos todavía controlan la empresa) quiso imitar a la catedral de Sevilla y su torre de La Giralda. Para una ciudad nueva rica, como era Chicago hace cien años, sin tradiciones de ningún tipo, la cultura venía de afuera, sobre todo de Europa.
Pero algo estaba cambiando. Mientras la burguesía de la ciudad, como las de otras ciudades, levantaba mansiones victorianas o museos neoclásicos (parecidos, es decir, al Partenón ateniense), un arquitecto huraño y desconocido llamado Frank Lloyd Wright había empezado a reformar y purificar el estilo local.
El primero que confió en él fue un tal Robie, heredero de un fabricante de bicicletas, que le encargó una casa para su familia en Hyde Park, el acomodado y bucólico barrio donde vivió el matrimonio Obama antes de mudarse a la Casa Blanca y donde está la Universidad de Chicago. Una tarde fuimos a la ahora famosa Robie House y la recorrimos despacio, siguiendo las instrucciones que nos susurraba en los auriculares un reproductor de MP3. Wright, nos decía el guía virtual, prácticamente inventó los espacios amplios y las casas más horizontales que verticales. Caminando por Robie House, clásica y moderna, construida entre 1908 y 1910, uno se siente en una especie de bisagra entre dos épocas.
A Patrick, nuestro despeinado guía en la excursión del barco, le gustaba decir, como a muchos chicaguenses, que el estilo arquitectónico más influyente del siglo pasado, el estilo internacional, nació aquí mismo y que "aquí mismo" (apuntó entonces hacia una torre negra y delgada) estaba uno de sus últimos ejemplos puros: el rascacielos de IBM diseñado por Mies van der Rohe, arquitecto alemán exiliado en Chicago después de fundar y dirigir la Bauhaus, la todavía hoy influyente escuela del minimalismo arquitectónico.
De la misma época son los últimos ejemplos del brutalismo, continuaba el guía, mostrándonos el edificio del diario Sun-Times, que parece un cuartel soviético, y esa maravillosa excepción a la regla que son los dos ruleros de Marina Towers, curvos y naturales en una época en la que todo era cuadrado y racionalista. (Los locales les dicen a estos edificios los choclos. Los rockeros los reconocerán de una tapa de un disco de Wilco de hace unos años.)
Tanto pedigrí arquitectónico tiene Chicago que logró incluso moderar el estilo desbordante de Donald Trump. Las famosas Trump Towers que el excéntrico billonario levantó en una docena de ciudades de Estados Unidos han sido históricamente exageradas, barrocas y alevosamente lujosas. La de Chicago, inaugurada en 2008, es altísima (el segundo edificio más alto de Estados Unidos), pero elegante y circunspecta. Parece dialogar bastante bien con sus vecinos, el cuartel sevillano de Wrigley's y los ruleros grises de Marina Towers.
Hernán Iglesias Illa
Para LA NACION
DATOS UTILES
Dónde dormir
Club Quarters River Hotel: en un edificio viejo renovado es un hotel simple, pero muy bien ubicado (sobre el río, frente a la Trump Tower) y con unas vistas increíbles. Desde US$ 120.
Dónde comer
Signature Room en el piso 95. La comida es razonable, pero la vista es increíble. Está en el piso 95 de la torre John Hancock, uno de los rascacielos más altos de la ciudad. La cena es un poco cara (costillas de cerdo, US$ 30), pero el almuerzo es bastante razonable.
Buddy Guy's Legends. Chicago es la ciudad del blues y Buddy Guy's es el lugar del blues en Chicago. Música en vivo todas las noches. Los fines de semana hay que pagar entrada: US$ 20.
En internet
www.explorechicago.org
www.choosechicago.com