Cine de lo inaprensible: La noche oscura (Carlos Saura, 1989)

Publicado el 03 marzo 2025 por 39escalones

Después de los grandes fastos y de los inmensos problemas de puesta en marcha y de rodaje que supuso la superproducción -en términos de cine español- El Dorado (1988), el cineasta aragonés Carlos Saura se fue al extremo contrario. Sin abandonar el siglo XVI y el relato historicista, cambió la concreción de la épica de exploración y conquista de la sanguinaria expedición de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre en busca de la mítica ciudad áurea en las inmensidades de los ríos y selvas amazónicos, por la abstracción minimalista, introspectiva y lúgubre del relato de uno de los episodios capitales de la literatura española: la composición de La noche oscura del alma, una de las cimas de la poesía escrita en castellano y título clave que ha dado definición, en el ámbito cristiano, a un estado mental y religioso utilizado para describir una fase en la vida espiritual, marcada por un sentido de aislamiento y desolación que llevan al individuo a dudar de la existencia de un Dios o a dejar de sentir la conexión espiritual con un ser superior. Un camino que, por esta vía de la momentánea negación, lleva, paradójicamente, al descubrimiento de Dios como una entidad pura, ajena a toda concepción mental o a cualquier descripción formal posible; un ente incognoscible al que se accede por una vía igualmente ignota, cuya única guía reside en el alma, solitaria luz en medio de una eterna oscuridad. Tras años inmerso en la meticulosa reconstrucción, en clave realista, de un gran fracaso, un acontecimiento histórico que avanzaba las venideras grandes celebraciones con motivo del V centenario del reencuentro definitivo entre Eurasia y América patrocinadas desde las instituciones españolas en el horizonte de 1992, Saura se volcó en la opuesta pero igualmente inabarcable tarea de dar forma cinematográfica a lo inasible, a ideas y sentimientos abstractos, indefinibles, inconcebibles, como la fe o la iluminación creadora, la inspiración poética.

La película, formalmente, sigue en paralelo esta misma senda de búsqueda y depuración de estilo. En diciembre de 1577, fray Juan de la Cruz (Juan Diego), acogido a la reforma de la orden impulsada por Teresa de Jesús, es conducido a Toledo y puesto en custodia, como reo de rebeldía y contumacia, de los que hasta entonces habían sido hermanos de fe bajo la más relajada regla carmelita de 1432. Sometido a estricta vigilancia, su severo régimen disciplinario de obediencia carcelaria incluye interminables horas de aislamiento en su celda y sesiones de castigo físico en cada ocasión que, ante todo el capítulo reunido, es impelido a renegar de sus teorías para volver a la ortodoxia del redil y, sin embargo, insiste en reafirmar su compromiso con los férreos postulados de austeridad y humildad defendidos por la santa abulense conforme a la mucho más exigentes principios de la anterior regla de 1247. Este primer tramo de la cinta, más convencional desde el punto de vista dramático, contiene tomas de exteriores en los alrededores y entre los muros de la ciudad y en las principales dependencias del monasterio, cuya base es el tira y afloja de voluntades entre quienes presionan para doblegar una voluntad y el protagonista, que se resiste a dar su brazo a torcer. Poco a poco, cuando la narración se centra en las largas horas de cautiverio del personaje en su celda, la película va cediendo en su representación cronológica y concreta de los acontecimientos y asumiendo el ascético punto de vista de Juan de la Cruz, lo que en imagen se traduce en la fotografía progresivamente más tenebrista y dominante en claroscuros de Teo Escamilla y en las ocasionales irrupciones de recuerdos, ensoñaciones y alucinaciones del protagonista en torno a las apariciones de la angelical, y al tiempo diabólica, presencia del personaje de Julie Delpy (aportación de la coproducción francesa de la cinta), que aproxima la película a las demarcaciones del cine fantástico, casi se diría que de terror (el momento de pesadilla en que, tumbado en su catre, Juan es atenazado por varios pares de manos que oprimen su cuerpo y asfixian su alma).

Luz y oscuridad cobran así una importancia simbólica determinante, junto a personajes secundarios como el prior (Manuel de Blas) y el intransigente fray José (Francisco Casares), frente el mucho más humano, ingenuo y compasivo «carcelero» (Fernando Guillén), que será llave a la vez del hallazgo de la fe, de la inspiración y de la huida de prisión de Juan de la Cruz. Esta tensión entre polos opuestos como alimento central del drama adquiere la máxima expresión en la figura de Julie Delpy, a la vez memoria del pasado y demoníaca tentación de la carne, pero también, en su corporeidad virginal, vehículo idóneo para la evocación de ese ansiado amor místico a través de la purificación sensitiva y espiritual el alma, del que a su vez brota el Cántico espiritual que Juan, gracias a la bondad de su custodio, podrá anotar en un cuaderno que le acompañará en su fuga para mayor gloria de la poesía en español. Todo este tramo de la cinta, más claustrofóbico, monótono y repetitivo, transita por la mente y el corazón de Juan de la Cruz en su búsqueda continua de la iluminación divina -y poética-, al tiempo que cuenta minuciosamente su penoso cautiverio: una celda de seis por diez pasos, antiguo retrete de la habitación contigua, cuya única iluminación es una aspillera de tres dedos de ancho situada en la parte superior de una pared que posibilita la lectura solo a mediodía (y siempre que el lector se encarame en lo alto de un banco); una cama consistente en una tabla clavada al suelo y dos mantas; un frío gélido en invierno y un calor sofocante en verano; un único hábito lleno de piojos, que no le permiten mudar; una dieta a base de mendrugos de pan duro, un jarro de agua y algunas sardinas…

Los buenos sentimientos del carcelero, que rompe la norma de no dirigirle la palabra, de arrojarle la comida al suelo, que le proporciona tijeras, aguja e hilo para remendar el manto, un hábito nuevo y limpio para cambiarse, papel, pluma y tinta para escribir, que ventilaba su celda en los días de más calor permitiéndole mantener la puerta abierta, y que le dejaba vaciar el balde donde hacía sus necesidades y cuyo hedor le hacía vomitar en su cuarto cerrado, coinciden en el tiempo con la anhelada conjunción con la divinidad a través de su destiladísima evocación poética y con el cuidadoso diseño de un plan de fuga facilitado por la creciente relajación de su guardián causada por la simpatía mutua. Saura construye así una narrativa visual que es reflejo del camino espiritual del protagonista: máxima austeridad formal, reiteración de escenarios y situaciones solo rota por ocasionales manifestaciones de divinidad -o fantasía poética-, encaminadas a esporádicas pero cada vez más concluyentes irrupciones de luz en la oscuridad, hasta derivar en una laboriosa huida al exterior, una fuga que es también la deseada escapatoria del espectador a una narrativa tan absorbente como extenuante a pesar del breve metraje (algo menos de noventa minutos). En la retina queda, sin embargo, la imperecedera interpretación de Juan Diego, mirada, rostro y voz en éxtasis de fe y amor maximizados, recitando para sí cada uno de los pasos de su camino de redención y perfección hacia un incierto encuentro con Dios que, con toda seguridad le llevó, sin embargo, a hallar la inmortalidad en la literatura.