Lo más destacable de The bribe (Soborno), dirigida en 1949 por el discreto Robert Z. Leonard, cineasta hoy prácticamente olvidado que desarrolló su carrera durante los años treinta (momento de su mayor éxito gracias a El gran Ziegfeld) y cuarenta, es su reparto, compuesto en sus principales papeles por Robert Taylor, Ava Gardner, Charles Laughton, Vincent Price y John Hodiak. Más allá de eso, la película se limita a recopilar todos y cada uno de los habituales clichés en la construcción de películas del cine negro ofreciendo, como “novedad”, la localización de la trama en un país centroamericano ficticio que no cuesta identificar como Panamá y su Canal.
Robert Taylor interpreta a Rigby, un agente federal norteamericano de reconocida competencia, enviado a Centroamérica para destapar y capturar con ayuda de las autoridades locales a un grupo de conbrabandistas y traficantes que hace botín gracias a los excedentes de material de guerra producidos por la industria norteamericana. Las únicas pistas conducen a una pareja de estadounidenses, Tug y Elizabeth Hintten (John Hodiak y Ava Gardner), cantante de cabaret ella, borracho profesional él. Ello da pie no sólo a la introducción de un puñado de números de cante y baile, sino también al lógico encandilamiento del policía recién llegado por la apetitosa cupletera, a la que considera, hasta cierto punto erróneamente, prisionera de un matrimonio infeliz en un país del que no puede marcharse. En su llegada a Centroamérica, Rigby descubre también a otros pintorescos personajes, como Bealer (Charles Laughton), tipo sudoroso e inquietante con un permanente y angustioso dolor de pies, o su compañero de viaje en el avión, Carwood, un fanático de la pesca que viaja a la zona para embarcarse y esquilmar los fondos marinos, además de un buen grupo de individuos locales retratados bajo la habitual perspectiva hollywoodiense en lo que a los hispanos se refiere: tipos serviles, débiles, folclóricos, meros subalternos de los blancos y radiantes personajes principales, un aspecto más de la decoración, que salpican de palabras en español (especialmente “sí, señor”, al modo del “sí, bwana” de las películas de Tarzán) su perfecto uso del inglés.
Obviamente, la trama criminal se mezcla con el romance de Rigby y la bella Liz, el cual supondrá un elemento de peligro extra relacionado con el título de la cinta. El soborno, la oferta monetaria que recibe el agente por desatenderse de los trapicheos de los malos, incrementada posteriormente con la promesa de la gratuita compañía para siempre de la bella, se convierte en chantaje cuando es la vida de la chica lo que se convierte en objeto de cambio. Poco más puede contarse de un argumento tan previsible y encadenado a los lugares más comunes del cine negro, excepto que el débil pretexto de la trama, el tráfico de motores de avión americanos vendidos al mejor postor de manera ilegal, no llega a verse, aunque sí a oírse.
Por lo demás, la cinta también maneja las convenciones narrativas y estéticas del género. La pimera mitad de la película transcurre narrada en off por Rigby, que, a solas en la habitación de su hotel, mientras duda si enviar un telegrama que puede suponer la inculpación de la mujer que desea y su encarcelamiento, rememora los capítulos recientes que le han llevado a esa situación. Recuperado el presente inmediato hacia los dos tercios del metraje, la historia vuelve a ser una narración lineal que presenta el previsible desenlace del asunto, con los malos desenmascarados y con la pareja reunida tras los consiguientes momentos de tensión, riesgo y angustia.
En cuanto a lo puramente estético, la película, aparte de unos decorados que huelen a falsos a un kilómetro, toma los clásicos juegos de luces y sombras y el uso de los claroscuros como lenguaje de expresión, con al menos una secuencia notable filmada con maestría, el tiroteo a oscuras en la habitación mientras tiene lugar el lanzamiento de fuegos artificiales en la calle en fiestas (con los fogonazos de los disparos y las ráfagas de luz del exterior situando sincopadamente a cada personaje, mientras que en los momentos de oscuridad total, es el sonido de sus pasos o sus voces los que ayudan al espectador a hacerse su composición de lugar), y una conclusión que busca hacer espectáculo de la persecución del villano y de su final violento en un marco visualmente notable. Igualmente, la secuencia submarina, en la que el protagonista es salvado de morir ahogado y luego ha de hacer frente al ataque de un tiburón, posee tensión y ritmo, y aunque con la precariedad de medios de los años cuarenta en la recreación de este tipo de secuencias, da el pego.
Por último, cabe mencionar la estupenda labor de un siempre eficiente Vincent Price en sus caracteres de tipo dual y sórdido; de Charles Laughton, un maestro capaz de elevar el nivel de calidad de cualquier producto cinematográfico por modesto que sea; y, sobre todo, una colosal Ava Gardner, que, si bien su personaje se mueve por coordenadas ya muy trilladas, consigue gracias a su poderosa presencia dotar a cada fotograma de magia y poder de atracción.
Una película, en suma, discreta y tópica, sin una intriga muy elaborada, pero entretenida y digno vehículo para admirar, una vez más, a la gran Ava, la cual puso su voz a una dramatización de la película emitida por la radio americana en noviembre de 1949.