Su mirada era de un profundo gris y parecía tan antigua como el mundo. Su piel, de un blanco espectral, y sus cabellos, tan rubios que parecían de plata, le conferían un aspecto de ángel de la muerte. De estar a los pies de mi cama y no dentro de ella junto a mí, hubiera pensado que era un mensajero del averno enviado para pedirme cuentas. En sus ojos todavía se leía el miedo, la temerosa sumisión a quien sabe que controla su destino. Su cuerpo seguía gélido, a pesar del fuego de la chimenea y de llevar varias horas bajo las mantas. Me parecía haberle hecho el amor a un bloque de hielo. No se atrevió a hablarme ni cambió siquiera el gesto cuando me levanté, quieta en la cama, callada, esperando, quizá la muerte inevitable, quizá mi permiso para volver corriendo al campo, cabizbaja, herida, sucia, encorvada, con la memoria perdida en la nieve, pero viva un día más.
Cuando años después corrió la soga y la tierra desapareció bajo mis pies, creí ver entre los testigos de mi muerte, como un último destello, aquella mirada profunda y gris tan antigua como el mundo, tan inexpresiva como entonces, igual de muerta que yo. La que vi aquella mañana en Oswiecim. O como la llamábamos nosotros: Auschwitz.