Cisne negro (black swan; u.s.a., 2010)

Publicado el 13 marzo 2011 por Manuelmarquez
Pocos ejercicios de funambulismo más peligrosos (tan fina es la cuerda, tan escurridiza la pértiga...) que el que viene realizando un autor como Darren Aronofsky, desde su debú, allá por el año 1998, con esa rareza titulada “Pi, fe en el caos” (puro y duro cine experimental, sin aditivos, conservantes ni colorantes), hasta esta su última propuesta, “Cisne negro”: una cinta que lo sitúa, probablemente, aún a mitad de un camino que, en pura lógica, debe culminar en esa esperadísima “The wolverine”, un proyecto plenamente incardinable en los territorios de la comercialidad más descarada. Como todo (o casi todo) en esta vida, esta circunstancia comporta sus pros y sus contras —con la particularidad de que queda en el terreno de la más abierta controversia el determinar cuáles son los unos y las otras...—.
Pero, más allá de sacar la balanza para poner en sus platillos ambos componentes (y ver, después, dónde termina situándose el fiel de la misma), hay que empezar afirmando que “Cisne negro” efectúa, desde una perspectiva general, un retrato brillante y sobrecogedor de la neurosis del artista sometido a la máxima presión (en un mundo tan ultra exigente como es el de la danza, paradigma de la dureza y la competividad extremas), y, en un plano más particular, una composición de personaje en el que confluyen poliédricamente, en un proceso de destrucción implacable, un conjunto asfixiante de miedos, influencias y quiebras mentales; confluyendo ambos planos (dado que no hay separación de ambos en lo que respecta a la estructura narrativa de la cinta) en un desenlace abrupto, duro y ejemplarizante.
El retrato generalista se basa, sobre todo, en una historia que juega con la alternancia, a través de una progresión lenta, callada, sorda pero no por ello menos inexorable, de cruzamiento de realidades y ficciones, donde hay cabida tanto para un ejercicio de estrujamiento físico brutal como para la sicosomatización de heridas y dolencias, contando siempre, como telón de fondo, que va punteando y condicionando el desarrollo argumental, con la competencia aviesa y personal de la “alter ego” de la protagonista como amenaza siempre latente, un acicate que actúa tanto de motor de la acción como de componente emocional determinante del posicionamiento de los personajes alrededor de la misma —y es inevitable hacer, en este punto, referencia a todo un hito legendario en ese terreno, como es el de “Eva al desnudo” (All about Eve; U.S.A., 1950), muestra señera de esa línea argumental—.
En cuanto al aspecto más, digamos, “personal”, en la medida en que atañe al itinerario evolutivo, incardinado en el desarrollo de la trama, del personaje protagonista, Nina Sayers, hay en el mismo todo un estudio, casi entomológico, de cómo la represión e inhibición de instintos básicos (sexual, relacional) y el sometimiento a un mundo de coordenadas estrictas y cerradas termina llevando al desquiciamiento, a la incapacidad para afrontar retos vitales elementales. Y, por supuesto, cómo no resaltarlo, hay también un trabajo interpretativo de altísimo nivel a cargo de la actriz encargada de dar encarnadura al personaje, una Natalie Portman que se doctora “cum laude”, no tanto por su generoso esfuerzo a la hora de abordar un papel de requerimiento físico considerable (aspecto en el que brilla enormemente), sino, sobre todo, por su emocionante creación de un alma torturada hasta más allá de cualquier límite razonable, haciendónosla cercana y creíble.
Sobre tales puntales, se erige un proyecto con un sello inequívocamente personal, o autoral, para que se entienda más claramente, pero no por ello desprovisto de una vocación comercial clara. De ahí que, en todo momento, sobrevuela sobre la cinta esa condición de obra que se mueve en la cuerda del funambulista a la que se aludía el principio, con lo que ello comporta, como más evidente, de riesgo de caída. Y de ahí, también, que me pueda atrever a calificarla de híbrido; carácter híbrido, en cuanto su naturaleza y perfil como proyecto, que se pone de manifiesto con rotundidad a través de un ejercicio bien simple, como es el de espigar, a través de sus muy variados elementos, aquellos que, en una realización de corte más convencional, o mainstream (con menos pretensiones autorales, en cualquier caso), se hubieran puesto igualmente de manifiesto, casi con toda probabilidad —motivo por el cual, además, chirrían un tanto en una cinta como ésta—: el dibujo del personaje del director del ballet, Leroy, de trazo demasiado grueso y excesivamente previsible en cuanto a intenciones y líneas de actuación; o el recurso quizá abusivo a golpes de efecto visual basados en el impacto del daño físico sobre la protagonista (en alguna que otra escena, francamente sobrecogedores); o la utilización de mecanismos de resolución de secuencias más cercanos al slasher canónico que a un film inscrito claramente en territorios de género bastante alejados de ése.
Estos apuntes, a juicio de este humilde escribiente, no tienen, en cualquier caso, la suficiente enjundia como para cuestionar, o menoscabar sustancialmente, la valía global del film. Es más, probablemente, puestos a señalar elementos sobre los que sí hubiera puesto algo más de coto, quizá prefiera hacerlo sobre lo que me parece un exceso de primeros planos cámara en mano de la protagonista (cuyo alcance dramático o tonal no alcanzo a comprender muy bien). Y, por encima de todo, son apuntes que no pueden esconder que “Cisne negro” se trata de una propuesta que, aun destinada a un público amplio, muy amplio, no por ello deja de estar sometida a un rigor y exigencia que la llevan a jugar en otra “liga”. La de las buenas películas; ésa en la que juegan pocas, muy pocas. Ésta lo hace, y con solvencia. Bienvenida, pues...