Colgar el teléfono con la ilusión de que queda un día menos para vernos

Por Masqueudos

Todos los días alrededor de las 18h suena el teléfono y paso una hora hablando con mi madre. Es enfermera y desde hace unas semanas trabaja en una planta dedicada a enfermos de CoVid en remisión que aún deben permanecer hospitalizados por precaución, porque tienen otras patologías o simplemente porque no tienen otro lugar seguro donde ir.

Ilustración de Manitas de Plata

Hablamos de ellos por su nombre. Me cuenta que fue el cumpleaños de Encarnación y llamó su nieto para saber si podía felicitarla. Las enfermeras lo hicieron por él y, aunque a los dos días Encarnación empeoró, pudo celebrar un cumpleaños más. Otro paciente prefería no comunicarse con sus seres queridos, quizás por evitar dolor, por miedo, por no saber qué decirles. Los hay como Claudina, que no quieren marcharse a casa porque se sienten más seguros aún en su habitación y así evitan contagios innecesarios y levantan el ánimo de los que tienen al lado.

Hablamos de los médicos y enfermeros, también con nombres y especialidad. De Mari Ángeles que es psiquiatra y ahora pasa consulta o Susana que es supervisora y no descansa ninguno de los siete días de la semana. Mi madre tampoco ha podido descansar porque dice que de momento hace falta estar ahí y esta enfermedad no entiende de sábados ni domingos. Por eso Maite, enfermera en el mismo hospital y pareja de Jose Manuel, médico, todos los días tiene que dejar a sus hijos Teresa y Víctor, de 12 y 8 años, solos en casa y confiar en que van a estar bien porque entienden perfectamente la situación y son dos pequeños héroes.

Hablamos poco de la soledad de los pacientes o del miedo de los profesionales que los atienden porque hablar de ello, enfadarse, criticar, llenarse de rabia no soluciona nada pero me cuenta cuales son los medicamentos que mejor funcionan y cuántas altas dan cada día. Me dice que al asomarse por la ventana se ven las encinas del Campo Charro y por un rato a cualquiera, profesional o paciente, se le olvida la pandemia y se queda embobado mirando la fuerza de la naturaleza.

Yo la escucho con todo el cariño que acumulo de cada día que llevo encerrada en casa después de cerrar mi negocio, dedicado a los cuentos, y cumplir a rajatabla el confinamiento. La escucho sabiendo que, sin ser trabajadora esencial ni tener muy claro cuál será mi futuro, al escucharla estoy haciendo todo lo que puedo por ella y por salir de esta pandemia que nos ha cambiado la vida a todos pero que ha caído más en los hombros de unos que de otros.

La escucho porque hay que contar todas estas historias para que no caigan en el olvido, hay que poner nombres y apellidos a los pacientes y a los profesionales que cuidan de ellos. Solo así conseguiremos humanizar la situación y acordarnos de Encarnación, de Claudina, de Maite, de Susana y de tantos otros que no pueden ser solo un dato o un número al final del día.

Y antes del colgar el teléfono, todos los días, necesito que mi madre se ría. A veces es por una anécdota divertida del Hospital, o por algo que le cuento. Incluso me lo puedo inventar, solo por escuchar su risa. Y claro que tenemos miedo, las dos, del virus, de que le pase algo a un ser querido, de no salir ilesos de esto, pero mientras podamos esa risa siempre será más fuerte que el miedo. Y colgaremos el teléfono, cada una en una punta de la ciudad, con la ilusión de que queda un día menos para vernos.