Cómo dejar de sentirte culpable de una vez por todas

Por Cristina Lago @CrisMalago

Hoy vamos a resolver en dos palabras a la siguiente pregunta.

¿Para qué sirve la culpabilidad?

Respuesta:

Para nada.

¿Qué es la culpa? La gran mayoría de las personas hemos experimentado sensación de culpabilidad en alguna ocasión. La culpa es una emoción enormemente imaginativa, diríase que incluso creativa; y uno se puede sentir culpable por infinidad de cosas, desde hacer un daño a otra persona (la más clásica) hasta por atracar la nevera a las cinco de la mañana (la más chorra).

En fin, vayamos al principio. En mi infancia, justo cuando estábamos asistiendo a catequesis para prepararnos de cara la Primera Comunión, nos indicaron que era preciso confesarnos para poder ejecutar apropiadamente la sagrada cuestión. Como no se me ocurría ningún pecado y tenía miedo de matar de aburrimiento al sacerdote, recuerdo haber estado rebuscando en mi memoria hasta la más mínima ocasión en la que podría haber cometido algún tipo de tropelía. Eran todo bobadas – alguna mentirijilla, alguna pelea de críos – pero al ponerlas bajo la luz del posible pecado, todas cobraban una relevancia inquietante. Fue la primera vez que experimenté la sensación de culpa.

Y por supuesto, no fue la última.

Existe una suerte de complacencia asociada a la culpa que a veces no es evidente. Pero explicaría la popularidad de una emoción que, cuanto menos, es de lo más desagradable e incómoda. Somos tan aficionados a sentirnos culpables, que a veces llegamos al retruécano imposible de sentirnos culpables por no sentirnos culpables. Verídico.

Desentrañar lo que nos ata al sentimiento de culpa, no es sencillo. A veces, tras la pantalla del remordimiento, existen una serie de conexiones tan sutiles como hilos de una inmensa telaraña emocional. Si las desentrañamos, descubrimos que todas ellas corresponden a creencias muy arraigadas. Vamos a descubrir algunas de ellas:

Para encajar, debo ser perfecto. Multitud de personas han sido educadas con este mensaje inconsciente y se pasan décadas de sus vidas sintiéndose culpables por cometer errores. Como los seres humanos somos humanos y cometemos errores, es de imaginar que este tipo de culpables tienen toneladas de cosas por las que atormentarse: desde no completar una tarea, hasta olvidarse de anotar una fecha importante, pasando por todo tipo de avatares que al resto de la humanidad se la traería al fresco.

Para encajar, debo ser bueno: son los culpables inocentes. Fueron adiestrados para someterse, para no protestar, para no expresar su ira, su desacuerdo o su rebelión. Fueron educados para ser tan educados que cuando saltan ante una situación de abuso o de humillación, en lugar de alegrarse por actuar tan sanamente, se sienten mal consigo mismos porque en su sistema de creencias, han dejado de ser buenos.

Para encajar, debo darlo todo: recibieron el mensaje de que para ser aceptados, apreciados y amados, debían sacrificarse por los demás. Su patrón se pone en marcha con personas exigentes, egocéntricas o dependientes. Su culpabilidad aparece cuando dejan de responsabilizarse de otros y empiezan a hacer algo por ellos mismos.

Para encajar, debo sufrir: propia de personas educadas en un ambiente de glorificación del padecimiento. El disfrute estuvo castigado, la alegría era un delito capital, el hedonismo, una insensatez. No se dan permiso a soltarse y gozar, porque lo asocian a consecuencias negativas, por lo que cada vez que se lo pasan bien, su cabeza se automachaca recordando el hambre en el mundo, al vecino enfermo que no puede salir de su casa, o a su pobre abuela que en paz descanse.

Para encajar, debo ser invulnerable: propia de personas que se acorazan para no sufrir, fingiendo insensibilidad y fortaleza. Cuando se exponen – o creen estar exponiéndose – y se encuentran con rechazo o dolor, se autofustigan por haber bajado la guardia, cuando es lo más sano que han podido hacer por ellos mismos.

Aunque todas estas culpabilidades parecen muy distintas entre sí, tienen un denominador común: ninguna de ellas es una culpa real. Son culpas neuróticas, fruto de patrones mentales que tenemos por ahí diciéndonos que haciendo ciertas cosas, nos querrá la gente o no tendremos conflictos con ellos. Pero la gente adecuada nos querrá sin necesidad de complacerlos, ser perfectos o sufrir como folklóricas despechadas y a la larga, tenemos muchos más conflictos cuando hacemos todas estas cosas que cuando dejamos de hacerlas.

En este tipo de casos, nuestra culpa simplemente está asociada a nuestra impotencia para cambiar o elegir otros cursos de acción por miedo a no saber gestionar las consecuencias.

Por ejemplo, ser vulnerable podría conllevar enfrentarnos al rechazo y a la vergüenza de lo que somos, que es lo que realmente tememos. Si en lugar de atormentarnos con la culpa, nos damos cuenta de que abrirnos es un acto sincero y valiente que nos dignifica como personas, pondremos el foco en lo que aprendemos y logramos. Es decir, en una atractiva y robusta autoestima y no en ese ego lastimero y antiestético que está de morros porque le han chafado.

El mayor obstáculo que nos encontramos a la hora de soltar estas culpas irracionales es, precisamente, encontrarnos con lo que estábamos tratando de evitar a toda costa: la desaprobación, el desamor o el abandono de otras personas. Es claro que habrá mucho gente que se beneficie enormemente de que les hagas todo, de que tragues con sus desmanes o de que no les pongas límites y esa es la misma gente que posiblemente no se le alegrará de que dejes de hacerlo.

Uno podría pensar que no es ninguna tragedia perder de vista a tanto parásito, pero el caso es que a veces nos da miedo quedarnos solos, o bien les hemos cogido cariño, o estamos acostumbrados a aguantar y tirar para adelante. A fin de cuentas, estamos en una sociedad en la que la gente tiene que dejar a sus hijos enfermos en clase para no perder sus trabajos, arriesga su salud mental para no alejarse de núcleos familiares enfermizos o habla de sus parejas como si fueran su peor enemigo. ¿Qué podría salir bien?.

Pero pongamos que por fin estás dispuesto a liberarte de lo que solías hacer para no sentirte culpable y te encuentras con resistencia, pataleo, chantaje emocional, victimismo, indiferencia, llanto o crujir de dientes. ¿Qué haces? Puedes regresar mansamente al redil y seguir retroalimentando ese ecosistema de culpas y culpables, o bien agarrarte los machos y decidir que sean cuales sean las consecuencias, no vas a culpabilizarte por cosas que no corresponden. Entonces, descubres con sorpresa que la cosa no es tan horrible y drástica como tu imaginación y tu culpa preveían. Es posible que esta actitud te acarree distancias con ciertas personas, rupturas con otras y cambios en las dinámicas con algunas más, pero en general, el tiempo va reubicando muchas cosas y acabarás comprendiendo que no se te ha ido nadie que no se tuviera que ir.

Así pues, dejar de lado la culpa también implica afrontar la pérdida y aceptar la incertidumbre. Siendo así, no sólo estarás preparado para dejar de sentirte culpable, sino para hacerte cargo de las consecuencias de tus acciones y hacerte, por tanto, adulto responsable, en lugar de ser un niño asustado magnificando pecados inexistentes.

Mención y capítulo aparte merece el tema de la verdadera culpa, de la culpa asociada a un daño real que hacemos, de mayor o menor gravedad. No voy a extenderme, ya que esto daría para un nuevo artículo, pero a este respecto, os recomiendo una película reciente que se llama Maixabel (de la directora Icíar Bollaín). Un espléndido filme que plantea las cuestiones del perdón y la culpa de una manera muy reveladora y que además, ofrece una bella aproximación a una posible respuesta.

Advirtió que los niños tienen ineluctablemente la culpa de aquellas cosas de las que no tiene la culpa nadie. («El camino«, Miguel Delibes)