En el otoño de 1974 la poetisa norteamericana Anne Sexton abrió la puerta del garage de su residencia en Weston, Massachusetts, se subió a su automóvil aparcado, se acomodó por última vez en él, encendió la radio, y, por fin, giró la llave del indiferente, paciente, asesino y cómplice motor. Ocho años antes había ganado hasta el prestigioso premio Putlizer con su obra Live or Die, pero su vida había sido ya, desde mucho antes aún, una antesala desdeñosa, alienante, incompleta, desdibujada, desatinada e imposible. Con veintiseis años fue diagnosticada ya de una terrible depresión. La literatura fue la única que la pudo mantener vestida, absorta, lúcida, requerida, hasta que la tozuda desnudez de su alma no pudo ya más.
En uno de sus más graves ataques psicóticos, cuando Vincent Van Gogh se encontraba en el asilo de Saint-Paul-de-Mausole en Saint-Rémy-de-Provence en 1890, su hermano Theo le aconsejó que viajara a París, con él, para que le atendiera el doctor Gachet. Allí, durante algunas semanas, sintió revivir, se entregó a su pintura, y volvió a seguir... Una noche de ese verano tomó sus pinceles y su atril y se encaminó hacia el campo solitario, indiferente y estrellado. Pero no sólo entonces sus útiles se llevó, también cogió otra cosa además aquella maldita y serena noche. Le acompañó un revólver que tenía, que llevaba asido a su deseo. Bajo ese cielo, inspirador otras veces, se apuntó a sí mismo y disparó. Murió al día siguiente, junto a Theo, que pudo oírle serenamente decir: La tristeza durará por siempre; y, al final: Desearía morir así.
Dos desesperados creadores; unidos además ya en el infinito por la inspirada emoción de lo incomprensible, de lo desgarradoramente incomprensible; dos creadores, que con su vociferante y apaciguada fuerza interior depusieron su aliento eterno en la vasta, desolada, sin sentido y hueca superficie de lo humano; lo único, tal vez, que podía y puede, así, justificarlo todo: su salvadora, aguijeante y sublime creación.
Poesía La noche estrellada, de la poetisa Anne Sexton (1928-1974):
La ciudad no existe
salvo allí donde un árbol de pelo negro
se remonta como una mujer ahogada hasta el cielo encendido.
La ciudad está en silencio. La noche bulle con once estrellas.
Oh, noche estrellada... Así quisiera
yo morir.
Se mueve. Todas están vivas.
Hasta la luna se hincha
en sus grilletes anaranjados
para apartar a los niños, como un dios, de su ojo.
La vieja serpiente invisible engulle las estrellas.
Oh noche estrellada...
Así quisiera yo morir:
bajo la impetuosa bestia del nocturno manto,
succionada por ese dragón inmenso, para separarme
de mi vida sin bandera,
sin vientre,
sin llanto.
(Extraído y traducido gracias al blog Up Pictura Poesis)
(Óleo de Vincent Van Gogh, Noche estrellada, 1889, Museo de Arte Moderno de Nueva York.)