Normalmente todos esos deseos que anhela la nueva pareja no se cumplen, debido sobre todo a que ellos mismos provienen de familias multiproblemáticas y de procesos de desarrollo personal y educativo dificultosos y carenciados. Como bien hemos utilizado al principio de este párrafo, la pareja crea un ideal de familia que han imaginado desde siempre, muy lejos de su realidad, de su propia historia y de sus capacidades y posibilidades para llevarla a término (a esto habrá que añardirle que cada uno tendrá su propio ideal, lo que dificulta todavía más la situación). Para ellos lo más importante es crear una familia, un hogar, tener algo propio, aunque no tengan ni dinero ni una casa para vivir.
Es durante los primeros meses y años de formación de la pareja y con la llegada de los primeros hijos, cuando suelen aparecer los primeros comportamientos sintomáticos acompañados de crisis muy precoces. La relación conyugal apenas se consolida y toma sentido a través de la parentalidad, son los hijos quienes sustentan la existencia de la pareja. Si a esto le añadimos la falta de recursos materiales y personales, comienza un progresivo deterioro de la familia y el derrumbamiento de los ideales, ya que no son capaces de desarrollar los mínimos organizativos: vivienda, educación cuidado y alimentación de los hijos, sostenimiento económico...
Los sentimientos y emociones iniciales (esperanza, éxito e ilusión) se transforman a medida que pasa el tiempo por la desesperanza, el fracaso y la desilusión, y lo que en un principio parecía un camino de rosas se va convirtiendo en un callejón sin salida. Tal situación desencadena mecanismos para dar solución a la crisis en que se están sumiendo, pero la inestabilidad, precocidad y falta de identidad que han arrastrado desde sus comienzos les lleva a poner en marcha la repetición de patrones aprendidos en su familia de origen, para sobrevivir y resolver las dificultades. Es así como se reproduce la formación transgeneracional de familias multiproblemáticas.
Es en este momento cuando se producen los primeros contactos con agentes externos al núcleo familiar, cuando empieza la relación con los servicios de ayuda de la zona. Esto, en muchas ocasiones, no lleva más que a la consolidación progresiva de las dificultades de competencia de los miembros del sistema familiar. El ejercicio de actividades de economía sumergida e incluso ilegales, tanto del marido como de la mujer, consolida la incapacidad y dificultad de la pareja para llevar el sostenimiento del núcleo familiar de una forma normalizada.
Los sentimientos y emociones se encrudecen, y las crisis son mucho más habituales y cargadas de apatía, impulsividad, agresividad o pasividad, inmediatez... La característica que más define a estas familias es que los síntomas forman parte de la disfuncionalidad, pueden volverse rígidos y ocupar un lugar en el funcionamiento familiar. En definitiva, se convierten en un elemento indispensable para poder seguir existiendo.
La reacción más habitual de la familia ante esta degradación general es la falta de reflexión. No analizan lo que les está pasando, ni las causas que lo han originado. Su respuesta es reactiva, explosiva, con gran presencia de la acción, aunque no sea lícita; o se desbordan y adoptan una postura pasiva, evitando y negando los problemas. Optan por ignorar lo que no pueden controlar. CÓMO SE REALIZA LA ATENCIÓN Y EDUCACIÓN FAMILIAR
Hemos realizado un análisis pormenorizado de las características más habituales de las FMP; una vez que sabemos a lo que nos vamos a enfrentar, el paso siguiente es la atención y educación familiar. Seguramente en este paso el/la Educador/a se de cuenta de que la familia no posee la más mínima capacidad o habilidad para llevar a cabo funciones de atención y educación familiar. Este hecho tan abrumador tiene su explicación en el predominio de unas variables sobre otras, variables que describiremos a continuación y que están presentes en estas familias y en el crecimiento de sus hijos (Comellas, C., 1996):
- La privación y desvalorización, presente en todo el entorno. El modelo social que se transmite con las imágenes de fracaso, degradación, baja autoestima, limita la visión de las expectativas de futuro y de lo que uno puede llegar a ser.
- Peligro exterior. Son testigos cotidianos de situaciones violentas y de la organización y comportamientos de los adultos entorno a las actividades de supervivencia, que giran alrededor de la ilegalidad, la droga y el sexo. Los niños están constantemente en guardia, para poder reconocer los signos de peligro de su entorno.
- Provisionalidad e inmediatez de las situaciones, actitudes y comportamientos. La respuesta de los adultos a sus necesidades está en función de la tensión ambiental y familiar, y oscila entre actitudes y comportamientos explosivos, o entre pasivos y desbordados.
- Entorno social y familiar especialmente tenso y estresante. Son los niños los que deben acomodarse al entorno, y no éste a los niños. Esto conlleva a la no previsión ni entendimiento del impacto de sus acciones sobre los demás.
En este complejo entramado de dificultades materiales, sociales y personales, se empiezan a desarrollar las situaciones de riesgo, de maltrato y negligencia entorno a las interacciones de la familia con el niñ@, en relación a la atención y los cuidados básicos, la transmisión de afecto, el control y supervisión paternos y la autonomía o independencia del niñ@.
En conclusión, podemos decir que en las FMP la educación familiar es casi inexistente, principalmente porque en ellas no hay patrones fijos de comportamiento: estos son ambivalentes y desorganizados.
La tensión es la característica más sobresaliente e inunda todo el contexto familiar. Son familias que se mueven por impulsos y la inconstancia, y tienen un funcionamiento educativo de goma elástica con sus hijos: pasando de no dar respuesta delante de una acción a emitir una respuesta desproporcionada y violenta, sin que la reacción tenga relación con la gravedad de la acción realizada. Los adultos oscilan entre la coacción o respuestas irritadas y explosivas, y actúan con indiferencia delante de las manifestaciones de los hijos. Los padres no suelen explicar el por qué de sus actuaciones, ya que no están justificadas por ningún criterio educativo, sino que están en función del impulso o de la desesperanza paterna.
Tampoco existe comunicación verbal con los padres, y la que existe se recibe a través de la comunicación analógica. Esta situación no le permite a los niños discriminar los comportamientos adecuados de los que no lo son, ni poder generalizar ninguna respuesta. No pueden sentirse seguros, ya que no actúan espontánea ni libremente, ni saben que respuesta obtendrán de sus acciones. Esto les condiciona a tener que estar en alerta continuamente, y vivir en tensión, además de no poder configurar una visión coherente del mundo. Los niños no saben, ni pueden predecir, la conducta que tendrán los padres; ni pueden prever si tendrán o no respuesta a sus necesidades. Así, no sabrán leer lo externo, ni elaborar estrategias de adaptación o de respuesta. El niñ@ no podrá tener confianza en las relaciones, ni en él mismo, tendrá una baja autoestima...
Cuando los niños crecen, empiezan a interactuar con otras personas fuera del entorno familiar: escuela, amigos... en sus relaciones tienen que reevaluar sus patrones de conducta y su concepción del mundo, y si no lo hacen, muchos de estos niños se encallarán en los patrones aprendidos en su familia (con el riesgo de volver a reproducir las mismas situaciones cuando sean padres).