Luego todo se contamina, la cabeza recuerda menos cosas o se las inventa. Escucho “lo_divino” de vuelta a casa en bici y pienso en mi yaya en el ascensor, me siento en una nube. Con él puedo hablar bien y me comprende, no me riñe ni me dice que hago las cosas mal como otra gente. Al día siguiente, le echo de menos, pero me da miedo escribirlo. Quiero contarle que tengo ganas de hablar a todas horas con él, que nos hemos colado en la fiesta de cumpleaños de un brasileño y que el cumpleañero nos ha dado tarta con leche condensada.
Dos días después, esa sensación desaparece y se vuelve algo turbio, como si él quisiera despertar algo en mí de vez en cuando para asegurarse de que me tiene. Y me siento sola cuando en realidad lo tenía todo hasta antes de verle. No quiero que piense ni que me hace daño ni que influye tanto en mi vida, no sé qué les cuenta a sus amigos, si quedo yo como una loca o es él quien lo está haciendo mal.
-¿Sigues comiendo hasta reventar aunque te encuentres mal de la barriga?
¿Lo recuerda todo aunque hayan pasado siete años de eso o es que sigue leyendo mis textos? Yo sigo siendo la que tiene buena memoria.
Me río por su ocurrencia, luego me quedo pensativa y pienso en la última vez que hice algo así.
-Mmmm… no, la verdad es que ya nunca me duele la barriga.
No en el sentido de enfermedad, sí por ansiedad a veces, como un nudo invisible en el estómago. Ahí no es que no quiera comer, es que no puedo.
Sé que me abraza mucho porque quiere besarme y me da miedo caer, por eso escondo mi boca en su cuello. Huele diferente, ahora se pone colonia, pero sus sábanas y su ropa siguen desprendiendo la misma fragancia, como si se las siguiese lavando alguien que le quiere mucho.
-¿En qué piensas, J.? -le pregunto de la nada.
-No sé, ¿en qué piensas tú? -siempre me responde preguntándome lo mismo.
-Te he preguntado yo, pero bueno, no sé, en mil cosas, en que me gusta la vida que tengo, en que a veces me gustaría tener más tiempo, en las relaciones que tengo, en si lo hago bien, en que me divierto, en los viajes que planeo, en la casa donde vivo, en que la gente me quiere.
-Eso último es un poco buscar la aprobación de los demás, ¿no?
-Sí -le admito-. Todos la buscamos, la cuestión es que no sea lo único. La yaya decía que todo el mundo le quería y tenía razón. Y yo creo que a mí también me quieren mucho. Va, te toca, ¿en qué piensas?.
-Pues no sé, pienso en que estoy tranquilo, que me gusta mi casa, que he mejorado mucho la relación con mi madre, que quiero ir a Colombia pronto, que le he bajado un ritmo a todo y así llego a todo y me gusta.
Y luego, antes de irme, lloro y a la vez me río y le digo que de verdad estoy bien, y no le estoy mintiendo. Es solo que da pena, da pena que él deje pasar algo tan bonito de largo. Bailamos en la cocina, hacía tiempo que no revivía una sensación así. Solo nos ilumina una luz tenue, que viene de su habitación. En un momento, parece que quiere ir a apagarla, pero cambia de opinión. La sensación es de más calidez. Le doy la mano, es una mano que, aunque no sea suave, me transmite toda la delicadeza del mundo. Cuesta despedirse, le pido un vaso de agua y volvemos a entrar. Dura casi una hora la despedida.
Le digo que no conocerá a nadie como yo y no me entiende.
-Parece que no quieras verme feliz, que no te vayas a alegrar si en un futuro conozco a alguien, yo a ti te quiero ver feliz.
-Bueno, he dicho eso, pero yo sé que tampoco encontraré a nadie como tú. Además, sabes que siempre he sido un poco envidiosa -le respondo en broma.
Nos reímos mucho. Yo estoy apoyada en la encimera, él me mira. Creo que cuando me he lavado las manos en su fregadero, he bailado un poco moviendo las caderas, solo lo hago cuando estoy sola o con él, cuando me siento totalmente cómoda.
-Parece que vayamos fumados -dice él.
A mí me recuerda más a cuando volvíamos de fiesta borrachos e intentábamos no hacer ruido para no despertar a sus compis de piso y seguramente nunca lo conseguíamos. Entrábamos a la cocina chocando con todo, abríamos la cazuela de lo que fuese y no dejábamos nada de comida. En mi casa no había cazuela, pero partíamos queso y fuet.
-Hasta la próxima, en mi cumpleaños -bromea él- Hasta Nochevieja -se corrige luego.
Me río, luego me enfado un poco, le recrimino que me felicitase el año anterior, él se disculpa, le pongo esa cara de morros de niña pequeña y se ríe.
Me acerco al umbral de la puerta de nuevo porque sé que no puedo alargar más la situación. Nos miramos con ternura, nos abrazamos, sabemos que nunca podremos ser amigos, él pensaba que sí, por eso me propuso quedar. Nos volvemos a abrazar tres veces más, la conversación parece que no tiene fin. Nos decimos que nos queremos, y no mentimos.