Coney Island y la plácida manera de ascender al paraíso

Publicado el 06 abril 2018 por Herminio
Jesse Reno ha elegido Coney Island como lugar para probar su gran invención. Aquella zona de recreo para los neoyorquinos se halla en un gran proceso de expansión, y grandes parques de atracciones tienen prevista su apertura en breve.
Era su último día en aquel edén, y confiaba en que nada se torciese a última hora.
Un ejército de gaviotas sobrevolaba Coney Island, esperando la oportunidad de reconquistar la playa una noche más, cuando los turistas se replegaran, con los bolsillos vacíos pero el ánimo renovado, listos para retomar su rutina al día siguiente.
Hombres con los trajes arrugados, señoras con los tocados descompuestos, y niños con las manos embadurnadas de una mezcla de arena y azúcar, abarrotaban los vapores, carruajes y trenes, que comenzaban a devolver a aquella multitud a sus hogares
El estridente sonido de los silbatos de los factores le transportaba unos años atrás, antes de trasladarse a Nueva York a probar fortuna, tras concluir su carrera de Ingeniería, cuando se empleó en la Thomson-Houston Electric Company.
Con ella participó en la instalación de la primera línea eléctrica de ferrocarril en los estados sureños. Tenía claro que los nuevos motores sustituirían a los diésel y a las turbinas de gas, a pesar del elevado coste en infraestructuras que el cambio de energía requería.
Todo era cuestión de saber encontrar el momento, el lugar y el procedimiento más idóneos para persuadir a inversores y usuarios de las ventajas de las innovaciones que se ponían a su alcance. Y eso es lo que él había conseguido durante las dos últimas semanas.
No podría haber elegido un emplazamiento mejor para difundir su invención. Además, el gran éxito cosechado no se debía solamente a que era una de las escasas diversiones que se ofrecían de forma gratuita en aquel olimpo del entretenimiento.
Cientos, o quizás miles de personas, le rodearon el día de la inauguración, en el acceso al Iron Pier, el muelle de hierro, expectantes y a la vez temerosos. Él fue el primero en montar, pero nadie se atrevía a seguirle.
Jesse ya estaba sobre aviso, así que había contratado a un policía y a una valerosa dama para que efectuasen una demostración. Verificada la seguridad de la instalación de manera más convincente para la audiencia, en pocos segundos el público se abalanzó ávidamente sobre ella.
Le habría gustado compartir con Nathan Ames aquellos felices instantes, y que pudiese constatar el placer que experimentaba la gente cuando descendía de su artilugio. Por lo que él conocía, Nathan había patentado un prototipo parecido en 1859, pero falleció seis años después, sin haberlo llevado a la práctica.
Sin duda, a aquel antiguo abogado de Harvard, al tiempo que poeta aficionado, le asombraría comprobar que su invento, para el que imaginaba un uso restringido y privado, era utilizado por tal muchedumbre. Y Jesse imaginaba que aquello era solo el principio.
Al principio, estuvo pendiente del aparato, pero pronto determinó que su presencia era innecesaria, por lo que dispuso de tiempo para visitar a los dueños de los diferentes locales y atracciones que allí se ubicaban, a los que también les presentó su ingenio.
La tensión acumulada le causaba un ligero hormigueo en las piernas. No había vuelto a sentir tal molestia desde su etapa de universitario en Lehigh, Pennsylvania, en la que practicaba tenis y béisbol, y se mantenía en un excelente estado físico.
Para desentumecer los músculos, enfiló el paseo marítimo en construcción, que el magnate George C. Tilyou estaba pavimentando con planchas de madera, con el fin de conectar sus salones, balnearios, hoteles y atracciones, repartidos a lo largo de toda la costa.
Respiró profundamente la brisa marina, fragante y balsámica desde que los barcos basureros habían dejado de verter los desechos de la gran ciudad en las proximidades, y se sentó a contemplar cómo unos niños chapoteaban entre las olas.
Incluso había algún adulto que nadaba cerca de la orilla, pese a que, bien entrado el otoño, la temperatura del agua resultaba algo desapacible. Por ello, era lógico que las familias más acomodadas frecuentaran los distintos balnearios de la zona, con mayores comodidades y un nivel térmico más adecuado a su delicada piel.
Llegó hasta el solar en donde trabajaban los hombres de Tilyou. El empresario estaba erigiendo en aquellos acres de suaves dunas un gran espacio destinado al esparcimiento de las masas, el futuro parque Steeplechase.
Seguramente que, dentro de unos meses, se formaría una interminable cola en la entrada, para acceder por una módica cantidad de dinero a un sinfín de excitantes experiencias, que ahora se hallaban desperdigadas, como la noria gigante, los divertidos toboganes acuáticos, o la fabulosa montaña rusa Switchback Railway, la primera del mundo, diseñada por el ‘Padre de la Gravedad’ La Marcus Edna Thompson.
Tilyou, a quien tuvo el honor de conocer la semana anterior, le contó su proyecto de completar el parque con nuevas sensaciones, tales como una enorme piscina de agua salada, un trenecito que viajaría a baja velocidad a través de un túnel tenebroso y que haría las delicias de las parejas, el salón de baile más grande del estado, o un hipódromo de caballos mecánicos, en el que cualquier persona podría sentirse un experimentado jinete.
A Jesse no le vendría mal poseer una mínima parte de la visión para los negocios de que hacía gala el neoyorquino, que le abrumaba con su conversación.
Tilyou le relató que, de pequeño, mientras sus padres regentaban una modesta casa de baños y un restaurante, él aprovechaba los cascos vacíos del establecimiento para embotellar ‘auténtica agua marina’ y venderlos a cinco centavos la unidad.
Las cajetillas usadas de cigarrillos también tenían su salida una vez que las rellenaba de ‘genuina arena de playa’, que los turistas cándidos adquirían como recuerdo de su jovial estancia en Coney Island.
E igualmente envidiaba su obstinación. Habiéndose convertido Tilyou en el rey de los negocios inmobiliarios y del entretenimiento del bajo Brooklyn, al frente de su teatro, en el que se representaban los mejores espectáculos de vodevil, el codicioso John McKane se cruzó en su camino.
McKane, jefe de policía de la isla, y reverendo metodista en sus ratos libres, comenzó a tejer una invisible tela de corrupción sobre ella. Sus secuaces extorsionaban a los empresarios, y sus locales de juego y prostitución proliferaron, atrayendo a la zona a un público muy distinto, procedente de los estratos más bajos.
Solo Tilyou se atrevió a hacer frente al extorsionador, pero este ostentaba un gran poder, basado en la cadena de favores que había extendido, y que se encargaba de cobrar cumplidamente.
Afortunadamente, el peso de la ley cayó sobre el deshonesto comisario, y su trama de corrupción urbanística, sobornos políticos, cargos elegidos a dedo, crímenes y depravaciones se derrumbó tras la acusación de que había amañado las elecciones.
McKane acabó con sus huesos en Sing Sing, Tilyou recuperó las inversiones y su sonrisa, los tugurios y demás establecimientos de dudosa categoría cerraron, y Coney Island recobró la tranquilidad de sus calles y a sus honorables visitantes.
Jesse dejó atrás el ejército de obreros que se afanaban aquella tarde de domingo en dar forma al nuevo parque de atracciones, y se dirigió por la avenida que vertebraba la isla por el interior, la Surf Street. Recibía su nombre de la época en la que a aquel paraje natural únicamente acudían, aparte de algunos pastores con sus rebaños, los amigos de cabalgar por encima de las olas.
Abstraído en sus pensamientos, se topó de repente con Granville T. Woods. Tan oscura era su tez como claras sus ideas. Habían coincidido un par de ocasiones, las suficientes para advertir su entereza y su tesón por intentar hacerse un hueco en una sociedad en la que las personas de su raza aún no gozaban de una abierta acogida.
Jesse a menudo se sorprendía de su espontánea inclinación a poner en duda que un negro fuese capaz de crear todas las invenciones que Granville se atribuía. Cuanto más le hablaba de su telegráfono, o del tercer raíl para los ferrocarriles, más se avergonzaba íntimamente de sus prejuicios.
Esperaba que Granville no hubiese percibido su reacción de incredulidad cuando le indicó que era el creador de aquella magnífica montaña rusa con forma de ocho, que pequeños y mayores disfrutaban con pasión.
En cierto modo existía un paralelismo entre ambos. Los dos necesitaban demostrar su valía en Coney Island, el lugar donde inventores, visionarios y emprendedores venían a atrapar su oportunidad.
Sin embargo, Granville ya saboreaba un merecido reconocimiento. No en vano le apodaban el ‘Thomas Edison negro’. El afamado científico había tratado de robarle varias patentes, pero los juzgados le otorgaron finalmente la razón a su compañero de color.
Al pasar al lado de la Torre de Hierro, Granville le propuso divisar la isla, o mejor dicho la península, desde una perspectiva diferente. Jesse llevaba dos semanas observando con un sentimiento contradictorio el mirador, que se alzaba 300 pies sobre el suelo, y que Culver había adquirido veinte años antes, en la Exposición Mundial de Filadelfia de 1876.
Su curiosidad innata todavía no había logrado vencer a su aprensión por las alturas, de manera que se aferró a la invitación de su amigo para decidirse a montar en el elevador accionado a vapor que subía hasta su cumbre.
Desde arriba, la noria de Ferris parecía un mísero juguete, e incluso la excepcional noria de la Exposición de Chicago, capaz de transportar a la vez a más de dos mil pasajeros, y que al final le arrebataron a Tilyou unos promotores de St. Louis, habría quedado por debajo de la torre, a pesar de sus 250 pies de altura.
También se distinguía el Brighton Beach, un lujoso hotel que alojaba a unos 5.000 huéspedes y alimentaba a 20.000 estómagos cada día, y que pese a ello se agazapaba acobardado, a una prudencial distancia del océano.
Ahora yacía apartado de la playa, aunque nueve años atrás se bañaba en el Atlántico, hasta que una extraordinaria marea removió su cimientos, así como los del hipódromo adyacente, completando la sorda labor de erosión que el mar había efectuado en el transcurso del tiempo.
Fue entonces cuando sus dueños tomaron la determinación de alejarlo 150 yardas de la orilla. Con unos grandes gatos hidráulicos, levantaron el edificio entero como un solo bloque, y trasladaron sus 6.000 toneladas encima de más de cien vagones colocados sobre 24 vías férreas, instaladas al efecto.
Al oeste, se divisaba el área que, en sus inicios, había sido colonizada por casinos, casas de apuestas y hostales de baja categoría y peor reputación, idóneos para encuentros fugaces de parejas neoyorquinas. Tras la Guerra de Secesión, con el auge de una renovada y pujante clase media, se había batido en retirada ante los flamantes balnearios y hoteles, destinados a una clientela más selecta.
Hacia poniente, la consumida figura de un enorme elefante emergía con aspecto lastimero. Como un moderno caballo de Troya, aquel animal había escondido en su interior un hotel, que en su inauguración constituyó la máxima atracción de Coney Island.
La cabeza apuntaba a la costa, con la mirada perdida, añorando los viejos tiempos en los que por sus entrañas transitaban cientos de turistas. Venían con el propósito de albergarse en alguna de sus treinta y una habitaciones, comer en su restaurante, asistir a algún concierto privado, recorrer el museo emplazado en la trompa, o echar un vistazo a través de los telescopios ubicados en los observatorios de ambos ojos.
El esplendor del coloso de casi 200 pies de alto, diseñado por James V. Lafferty, fue languideciendo mansamente, reconvertido en un decadente burdel y una casa de citas, hasta que cerró sus puertas.
Era el triste final del paquidermo, que en su momento, y como primera estructura visible desde la entrada de la bahía, había constituido el símbolo de la libertad y de la esperanza para los inmigrantes que arribaban a Nueva York.
Tal vez no pudo soportar la merma de protagonismo que supuso la construcción de aquella altanera estatua que sostenía una antorcha, erigida en un islote próximo a la desembocadura del río Hudson, y ese fuera el motivo de que se autoinmolase hacía unos días, envuelto en unas llamas que también habían destruido el Shaw Channel Chute, la montaña rusa que lo rodeaba.
Le sorprendió que, hasta allí arriba, sonase con nitidez la melodía del par de músicos que tocaban la flauta y el tambor, amenizando el carrusel del danés Charles I. D. Looff, mientras personas de todas las edades daban vueltas montados en unas figuras emparejadas de animales, talladas a mano.
Jesse estaba disfrutando de la panorámica, pero estimó que había llegado la hora de descender de aquella atalaya, una vez que hubo comprobado que su atracción quedaba fuera del campo de visión.
Unas nubes procedentes del norte amenazaban con descargar un chaparrón, y emular así a la incesante lluvia de dinero que caía sobre los empresarios de la isla. De esta manera, sus arcas se iban llenando inexorablemente con pequeñas monedas de níquel, como las de diez centavos que servían para comprar los tiques para montar en la noria gigante, que acababa de encender las luces.
Enfrente de su salida, una larga fila de chiquillos menudos se amontonaba delante de ‘La Vaca Inagotable’, un espécimen mecánico, cuyas ubres dispensaban una fresquísima leche, a cinco peniques el vaso. Pocos padres podían resistir las súplicas de sus vástagos para completar la ansiada merienda con una manzana recubierta de caramelo.
Y a escasos pasos, por otra decena de centavos, un artista dotado de un bigote prominente les cegaba con un destello luminoso, que congelaba en el tiempo la dicha de las familias, que concluían de esta manera su jornada de diversión.
Quizás como inconfesable reparación a su inicial prejuicio, Jesse invitó a cenar al ingeniero en el establecimiento de Feltman. Hasta entonces no había probado su célebre plato de mariscos que incluía langosta, pescado y ostras, y pensó que sería una magnífica ocasión de hacerlo, celebrando de paso la excelente acogida de su mecanismo.
El bueno de Charles Feltman era otro de los personajes que habían encontrado en Coney Island el sitio ideal donde sus brillantes ideas podían germinar. Muchos todavía recordaban al carnicero alemán arrastrando su humilde puesto ambulante entre las dunas, y ofreciendo a los bañistas aquel suculento manjar bávaro, servido de modo original dentro de un jugoso bollo, para así ahorrarse los cubiertos y los platos.
El olor de la carne inundaba Surf Street, provocando en los viandantes un irresistible deseo de consumir sus perritos calientes. Jesse realizó un cálculo rápido de las salchichas que podía vender al cabo del año, y concluyó que el número se aproximaría al millón de raciones.
El inmigrante alemán también había sufrido las extorsiones del diablo de McKane, e igualmente había conseguido sobreponerse a sus chantajes. Cuando les vio sentados a la mesa, Feltman se acercó a saludarles, especialmente a Granville, con quien estaba en tratos para ampliar el negocio.
La zona se expandía de forma acelerada, y con la apertura del nuevo parque Steeplechase, los turistas se multiplicarían. Feltman no quería quedarse atrás, y pretendía abrir varios restaurantes, además de un salón de baile, un hotel y una montaña rusa, para la cual necesitaba la colaboración del ingeniero.
Al salir del local, Granville le propuso que le acompañase al Ocean Breezes, donde se representaba un exótico espectáculo del que todos hablaban, The Streets of Cairo, pero Jesse declinó el ofrecimiento.
Admitía que sentía curiosidad por ver cómo se movían las populares bailarinas turcas de imposibles contoneos y serpenteantes vientres, comandadas por Farida Mahzar, Ashea Wabe y Fatima Djemille, que habían dividido a la sociedad victoriana de Nueva York en dos bandos irreconciliables: furibundos detractores e insaciables admiradores de su danza del Hootchy Kootchy.
Pero él decidió volver a su instalación. Granville le despidió con un ‘Hasta pronto Mr. Reno’, con un notable desacierto en su pronunciación. Hacía ya más de un siglo que sus parientes habían renunciado a la pretensión de que los estadounidenses articulasen correctamente su apellido, Renault, y habían convenido anglicanizarlo.
Jesse se había acostumbrado a las numerosas y divertidas alteraciones de su apelativo que la gente improvisaba, como también le había sucedido a su difunto padre, Jesse Lee Reno, general del ejército unionista durante la Guerra Civil.
Miró al cielo para constatar si las nubes seguían allí, y descubrió la bandera estadounidense que ondeaba en lo alto del Sea Lion Park, el recinto fundado por el increíble aventurero Paul Boyton, la primera persona en cruzar a nado el Canal de la Mancha, y que aún exhibía unos formidables bíceps y una musculosa espalda.
Con la vista fija en las barras y estrellas, pensó que era imperdonable que aún no hubiese viajado hasta la capital del estado de Nevada, que sus compatriotas habían tenido a bien bautizar con el nombre de su célebre progenitor.
La inesperada megafonía del Sea Lion Park, el primer parque de atracciones de la historia, le sobresaltó hasta el punto de ocasionarle un ligero tropiezo, que intentó disimular del mejor modo.
Una seductora voz femenina invitaba a los visitantes rezagados a que fuesen abandonando el recinto.
Las familias regresaban con las imágenes de las múltiples casetas de feria, de los gigantes toboganes acuáticos, de las acrobacias de los artistas de circo, y de las piruetas de los leones marinos, impresas vívidamente en sus retinas y en sus almas, por el módico precio de algo menos de medio dólar.
Y si uno era lo suficientemente perspicaz, podía advertir en sus caras los efectos de la infame Flip Flap Railway, diseñada por Lina Beecher, una montaña rusa que ponía boca abajo a sus intrépidos viajeros, a más de 65 pies de altura.
Finalmente llegó hasta la entrada del muelle de Iron Pier. Todo estaba bajo control. Esperó a que se bajasen los últimos usuarios, y apagó el motor. Según sus estimaciones, unas 75.000 personas habían probado su invento, de manera enteramente satisfactoria.
De hecho, no había estrenado su provisión de sales para los posibles mareos, como tampoco su botiquín de primeros auxilios. Y la copa de coñac que ofreció al principio para insuflar valor a los turistas que dudaban si subir a su trepidante creación, hubo de suprimirla por la afición que detectó en ciertos individuos de montar una y otra vez, con el riesgo que conllevaba la sobrevenida falta de equilibrio que iban evidenciando con la acumulación de alcohol en su cuerpo.
A la mañana siguiente desmontaría el aparato, para reubicarlo en el puente de Brooklyn. Confiaba que con estas demostraciones, el delegado del ayuntamiento de Nueva York se convencería de su utilidad y le firmaría un contrato definitivo.
Se sentó en lo alto del muelle, para admirar cómo se vaciaba de visitantes aquella lengua de tierra en la que los sueños se convertían en realidad. Las luces se apagaban, los operarios y camareros se iban a descansar, y el graznido de las gaviotas acallaba la moribunda música de las atracciones y de los salones de baile. Descorchó una de las botellas que todavía le quedaban, y brindó en solitario por el notorio éxito de su exposición.
Embargado por una inenarrable euforia, Jesse Reno no veía el momento de instalar en todos los accesos al metro sus funcionales ascensores inclinados, que algunos habían rebautizado como ‘escaleras mecánicas’.

y...