Contra el patriotismo

Por Peterpank @castguer

I. El artículo de la profesora Martha C. Nussbaum, “Patriotismo y Cosmopolitismo”, publicado en el número del mes de octubre de 1994 de Boston Review expone sumariamente una serie de razones morales y políticas que avalan el principio del cosmopolitismo frente al del patriotismo. El argumentario de la profesora se despliega en múltiples direcciones desde un punto de partida que establece la lealtad a la humanidad y a sus atributos, la “razón” y la “capacidad moral”, la primacía sobre la lealtad a cualesquiera entidades de índole parcial o particular, entre ellas, obviamente, la patria. El interés del artículo de Nussbaum se debe, sobre todo, a las réplicas que suscitó: a veces la defensa de un principio, en este caso el patriotismo, pone de manifiesto sus carencias mejor que cualquier ataque.

II. Me voy a servir de la réplica de Nathan Glazer, “Los límites de la lealtad”, para intentar fijar, parafraseando a su autor, los límites, o más precisamente las limitaciones, del principio de la lealtad nacional que el autor defiende. Su postura queda bien retratada en el párrafo que sigue:

Toda política de inmigración o de acogida a refugiados presupone un Estado, con unas normas que diferencian entre aquellos a quienes se permite la entrada, en calidad de qué y con qué derechos. Este supuesto no significa que quienes permanecen fuera de las fronteras no tengan derechos; derechos humanos que, en gran medida, están especificados y definidos en protocolos internacionales. De este modo, podemos contribuir a alimentar a los refugiados ruandeses; podemos contribuir a su protección, pero no podemos, por ejemplo, concederles el derecho a entrar en los Estados Unidos. Todos estos compromisos con las necesidades y los derechos de los demás implican costes, en dinero y en vidas, y estos costes no son imputables al mundo, sino a los ciudadanos y a los soldados de un determinado país, la única entidad que puede recaudar impuestos y que exige a los soldados que obedezcan órdenes. Y es quizá esta misma realidad la que también confiere a los ciudadanos de un Estado el derecho ético a hacer distinciones. En la práctica, resulta difícil ver cómo superar una situación en la que el poder fundamental para garantizar y sostener los derechos está en manos de los Estados soberanos constituidos. (….) No se trata simplemente de una cuestión de orden práctico. El problema es hasta donde pueden llegar los vínculos de obligación y lealtad (….) ¿no es cierto que, sean cuales fueren las deficiencias de nuestros argumentos éticos, debemos más a los miembros de nuestra familia que a los demás?

Al plantear la dicotomía entre el patriotismo y el cosmopolitismo, y los respectivos alcances para la noción de lealtad que de ambos términos se derivarían, desde los presupuestos fácticos del Estado, con la territorialidad que es consustancial a todo poder institucionalizado, Nathan Glazer ya da por respondida la cuestión antes de que esta pueda plantearse en toda su amplitud. En efecto, subrayar que el Estado no puede, por definición, adoptar prácticas congruentes con la idea estoica de la “ciudadanía mundial”, es decir algo demasiado obvio; pero tal constatación, cuanto gana en poder de convicción, lo paga con la insuficiencia de su alcance. Baste decir que si la exaltación del cosmopolitismo, y el rechazo del patriotismo que de tal actitud se derivaría, se articulan como una actitud de resistencia civil al hecho mismo de que el poder fundamental para garantizar y sostener los derechos está en manos de los Estados soberanos constituidos, contraatacar reafirmando nuevamente tal principio no hace más que subrayar la obviedad de la incomunicación entre ambas posiciones. Dicho brevemente: el patriotismo puede funcionar como programa de gobierno y criterio de acción de los poderosos; el rechazo del patriotismo solo puede funcionar como actitud negativa de resistencia, no como guía de la acción desplegada desde instancias estatales. De ahí la incomunicación entre ambas posturas. No hablo aquí de la imposibilidad de que, en esta o aquella medida de gobierno concreta, sí pueda encontrarse una cierta proclividad o predisposición de rechazo al patriotismo; sí afirmo que necesariamente esta predisposición se dará de bruces con un límite que desde el poder no se podrá traspasar. De esta constatación surge la fuerte intuición de que todo Estado nacional es siempre nacionalista, que el nacionalismo, lejos de ser una hipertrofia o degeneración de una forma sana, estaba ya inscrito en el código genético de la propia institución.

En cuanto a la pregunta retórica de Glazer, ¿no es cierto que, sean cuales fueren las deficiencias de nuestros argumentos éticos, debemos más a los miembros de nuestra familia que a los demás?, merece la pena detenerse en esta cuestión, porque apunta a un equívoco muy extendido: el fraude que establece una continuidad lineal entre los miembros de nuestra familia y nuestros compatriotas, ciudadanos o súbditos de un mismo Estado. No puede haber tal continuidad cuando el amor a los propios encuentra su refrendo en vínculos emocionales instintivos, mientras que el patriotismo propio del Estado debe su poder y su vigencia a una una combinación entre vínculos políticos pragmáticos y una deliberada labor pedagógica de creación de una conciencia nacional. Bien lo sabían Antígona y Creonte, y nada digamos por tanto en los modernos estados de masas, con millones de habitantes, donde los vínculos patrióticos no pueden en ningún caso ser espontáneos, sino ideológicamente inducidos. La lealtad a la Ciudad tenía que prevalecer sobre la lealtad de Antígona a su hermano. Imposible reconciliar ambas posturas: la ley materna, la ley de la que son depositarias las mujeres, es una Ley no escrita anterior y superior a la Ley de la Ciudad. La Ley de la Ciudad, es decir, el monopolio de la violencia legítima que es atributo del Estado, no puede aceptar, por definición, otra Ley que le dispute el trono. La ley materna se apoya en un sagrado precepto no promulgado por los humanos. A la Ley de Creonte, la Ley de la Ciudad, le asiste la espada. Al establecer la continuidad entre ambos tipos de lealtad, familiar y nacional, Glazer no solo incurre en una confusión acerca de las muy diferentes sustancias con las que se conforman una y otra, sino que además elude la verdaderamente espinosa cuestión de la posibilidad de un conflicto entre ambas. El patriotismo no puede encontrar solución alguna a ese conflicto, únicamente puede reafirmar la primacía de la lealtad nacional.

III. El patriotismo funciona como Ersatz compensatorio de la disolución de vínculos comunitarios característica de la Modernidad. El capitalismo, para triunfar, precisó del desarraigo y la enajenación de los individuos (y asumo aquí la circularidad en la que puede incurrir el propio uso de la noción de individuo en contextos en los cuales carecía de un significado que solo el triunfo del capitalismo le pudo dar). La ideología liberal presenta este proceso como el triunfo del individualismo sobre los opresivos vínculos tribales o comunitarios tradicionales; y ciertamente tales vínculos lo eran: opresivos, pero también protectores, como acertadamente describe Karl Polanyi en su obra La gran transformación. El triunfo del liberalismo precisó de la acción decidida del Estado en pos de la sociedad contractual y contra la vieja sociedad estamental. El antiestatismo de los liberales suele omitir esta obviedad, porque su antiestatismo es una ficción ideológica que oculta la evidencia de que el pretendido orden social espontáneo por ellos defendido necesita, en realidad, de la permanente acción vigilante de ese mismo Estado al que retóricamente se rechaza. El individualismo al que los hombres han sido arrojados por el avance del capitalismo abolió los poderes locales y su bien caracterizada sociedad civil; en su defecto, el Estado tuvo que articular, por pura necesidad de supervivencia, algún mito al que apelar en funciones de uniformidad, que diese viabilidad al gobierno de vastos territorios de forma cada vez más centralizada. Que el mito de la nación entre en contradicción con el individualismo propio de la ideología liberal no parece quitar el sueño a  liberales patriotas como George Bush, y no parecía quitárselo a Margaret Thatcher o a Ronald Reagan.

IV. El desarraigo y la enajenación a los que el triunfo del capitalismo condenó a enteras comunidades encontró legitimación ideológica en la defensa del fetiche Individuo frente a los opresivos lazos comunitarios que cercenaban el libre desarrollo de su personalidad. En el futuro, tal desarraigo, tal enajenación, serían en realidad una liberación de las viejas ataduras. Pero tal exaltación de la libre iniciativa individual funcionaba como propaganda encubridora de una realidad bien diferente. Max Weber da por sentado que “no necesita demostración especial el hecho de que la disciplina militar haya sido el patrón ideal tanto de las antiguas plantaciones como de las empresas industriales del capitalismo moderno”. El funcionamiento interno de un engranaje legitimado por una ideología individualista estaba regido por su parentesco con la disciplina militar, es decir, con la negación de toda individualidad. Ya fuera porque la disciplina laboral operaba sobre una materia prima ya domesticada por la disciplina militar, ya fuera porque la disciplina militar fuese percibida por los soldados como una mera variante de la disciplina laboral, lo cierto es que no se puede más que concluir que el avance de los derechos de ciudadanía y las revoluciones de la libertad en Europa corrieron parejos con un creciente proceso de domesticación que arroja una fuerte sospecha y una gran desconfianza sobre el mito del ciudadano: el mismo ciudadano que se hacía protagonista de su destino conformaba la pluralidad homogénea que se designa con el nombre de “carne de cañón”. La conscripción obligatoria fue la culminación de tal proceso. El patriotismo, la ideología con la que se legitimó.

V. Queda, por último, una objeción no menos interesante al artículo de la profesora Nussbaum, y es la de Benjamin R. Barber en su artículo “Fe Constitucional”, del que cito textualmente:

La identidad estadounidense ha sido desde el principio una notable mezcla de cosmopolitismo y provincianismo. Los colonos, y posteriormente los fundadores, se vieron envueltos en el inusual proceso de desarraigarse para volverse a arraigar. (…) La identidad estadounidense fue inventada para obstaculizar las guerras confesionales que, según Nussbaum, puede ocasionar. (…) También en otros lugares he intentado resumir esta aproximación al americanismo sugiriendo que, “desde el principio, por tanto, ser americano era también formar parte de una singular historia de libertad, ser libre (o ser esclavo) en un nuevo sentido , más existencial que político o legal. Incluso en la época colonial, el nuevo término significaba empezar de nuevo; librarse de las rígidas y encorsetadoras culturas tradicionales. El desarraigo era la experiencia universal…Ser americano no significaba adquirir una nueva raza, una nueva religión o una nueva cultura; significaba poseer un nuevo conjunto de ideas políticas” (An aristocracy of Everyone). El truco americano fue emplear las fervientes adhesiones que despertaba el sentimiento patriótico para vincular a las personas a elevados ideales. Nuestras fuentes “tribales” de las que se deriva nuestro sentido de identidad nacional son la Declaración de Independencia, la Constitución y la Carta de Derechos, los discursos de investidura de nuestros presidentes, el discurso de Gettysburg de Lincoln, y el sermón “libre al fin” pronunciado por Martin Luther King en la marcha sobre Washington en 1963. (…) En el mejor de los casos el nativismo cívico estadounidense es, por tanto, un canto al internacionalismo, una muestra de devoción a valores de alcance cosmopolita. La cosmopolitización de tales valores incluso ha llevado a los Estados Unidos a entrar en conflicto (en México en la era Wilson, en Vietnam en la de Kennedy, Johnson y Nixon, y quizá actualmente en Bosnia): ello sirve para recordar a Nussbaum que el cosmopolitismo también tiene sus patologías y que también puede alimentar su propia y antiséptica versión del imperialismo.

Me ha parecido procedente reproducir un texto tan extenso porque formula, en el párrafo final, aunque después no la desarrolla, la objeción más fuerte que puede hacerse contra la noción de cosmopolitismo o de universalismo: el cosmopolitismo y el universalismo, o bien son nociones endebles de escaso contenido o bien, al concretarse, se ven arrojadas a la parcialidad o la particularidad que trataban de evitar. Cualquier formulación positiva del concepto de universalismo difícilmente podría sustraerse a las coordenadas ideológicas o culturales desde las cuales se formularía: y en ello residiría su intrínseca contradicción. El caso de Estados Unidos, aunque dista de ser el cuadro pacífico que de forma tan optimista dibuja Barber, parece ser un fiel exponente de la conciliación entre el patriotismo y unos teóricos principios cosmopolitas. Las consecuencias que, para la reciente política exterior americana, ha tenido tal conjunción, son asunto que merece un ulterior y amplio desarrollo. También hubo revolucionarios que consideraron que Francia era depositaria de una misión de alcance mundial, convicción que indudablemente podía sostener Napoleón, con plena consistencia. El riesgo de todo universalismo concretado es arrojar a las tinieblas exteriores a todo aquel que no se ajuste al corsé de alcance universal definido por el propio universalismo que a todos quiere integrar. Ejemplo de ello, y que por venir de los Estados Unidos y por apelar a las mismas tradiciones que encarece Barber  viene como anillo al dedo, es  la “Carta de América, las razones de un combate” firmada por sesenta intelectuales americanos y publicada el 15 de febrero de 2002 en Le Monde, carta dirigida a los europeos que, en Estados Unidos, no mereció mayor atención y tuvo escasa difusión:

A nosotros, americanos en tiempo de guerra y de crisis mundial, nos importa encarecer que lo mejor de lo que nosotros llamamos demasiado pronto “los valores americanos” no es patrimonio de la sola América sino la herencia común de la humanidad. (…) Nosotros queremos dirigirnos en particular a nuestros hermanos de las sociedades musulmanas. Y os decimos sin ambages: nosotros no somos enemigos vuestros, sino amigos vuestros; no debemos ser enemigos los unos de los otros. Tenemos demasiados puntos en común. Tenemos muchas cosas que hacer juntos. Vuestra dignidad humana, no menos que la nuestra –vuestro derecho a una buena vida, no menos que el nuestro-, por eso es por lo que creemos combatir.

Esta pieza monstruosa en la que se combinan una indisimulada buena conciencia y una justificación ideológica de la guerra en nombre de un ideal universalista viene a poner de manifiesto el desastre al que puede abocarnos la idea de un cosmopolitismo que, de actitud moral de resistencia civil frente al poder, se transfigure en programa positivo de gobierno asumido por instancias estatales. ¿Qué diría Barber, en tal caso, de las guerras confesionales que la identidad americana pretendía evitar? Todas ellas sustituidas por la guerra entablada en nombre de la única y verdadera Religión de los “valores americanos” en nombre de los cuales los sesenta intelectuales firmantes del manifiesto defendían una guerra para la cual buscaban, incluso, la conformidad de las víctimas. Frente a este cosmopolitismo, la más conservadora tradición del aislacionismo sería una bendición.

Juan Sánchez Torrón