A la luz de los acontecimientos es fácil decir que fue un error. De acuerdo, fue una estupidez, un fallo de principiante, estoy dispuesto a admitirlo. Aunque, como suele decirse, a toro pasado todos somos Manolete. El caso es verse en el brete y decidir en caliente. Luego es muy fácil hablar, sacar conclusiones, criticar al que tiene el coraje de dar el paso. Pero sí, reconozco que en el momento yo también pensé que me podía estar equivocando. Lo temí nada más notar la caricia caliente en mis manos. Y sentí rabia, la rabia de quien cae en la cuenta de que su esfuerzo no será remunerado. Porque no fue tarea sencilla, y no me refiero a la acción final, puramente mecánica, que ejecuté con notable precisión para no ser yo un profesional de la materia. La complicación estuvo antes. No resultó fácil desprenderme del abrazo pegajoso de Aurora, resistir el hedor de su aliento macerado durante la noche, arrastrarme hasta la cuna donde nuestro pequeño lloraba desconsolado y cambiarle los pañales sucios con la descoordinación de movimientos que impone el sueño. No, nada de eso fue fácil. Como no lo fue rescatar del tendal prendas secas que me permitieran vestirme con un mínimo decoro, ni encontrar en la cocina la herramienta necesaria porque, desde que la chica se fue, la casa es un caos. Tampoco fue tarea menor discurrir un tema de conversación para romper el hielo del silencio mientras bajaba en el ascensor con el vecino del sexto, ni disimular fumando un pitillo –yo, que con tanto esfuerzo había dejado de fumar– mientras esperaba que el vecino se alejara y la calle bañada por la luz rojiza del amanecer quedara despejada.
Ahora es fácil saber que aquello fue una pifia. Ahora que vuelve a despertarme el sonido estridente del motor de dos tiempos y el niño berrea como la otra vez. Ahora que levanto la persiana y veo que el nuevo empleado municipal está cambiando de sitio las grandes hojas de los arces y las hojas más bien raquíticas de los abedules con el aventador mecánico que lleva a la espalda como si fuera un estudiante aplicado que carga con la mochila de los libros. Contemplo desde la ventana el revolotear de la hojarasca, oigo el petardeo histérico del motor, y comienzo a sentir cómo la presión aumenta en todo mi sistema vascular. La evidencia del error, que acude a mi mente formando tándem con el recuerdo del olor a gasolina mezclada con aceite sintético, no evita que vuelva a sentir calor en las mejillas y un ligero picor en las manos. Quiero meterme de nuevo en la cama, sumergir la cabeza en el mar de sábanas y repteir mentalmente que no, no, no, no, no cometeré de nuevo la misma equivocación. Intento imaginar que el ruido cesa y que me libero del abrazo lujurioso de Aurora, que me levanto de nuevo para cambiar los pañales de nuestro pequeño y que, mientras limpio su culito con toallitas húmedas Dodot, mi ritmo cardíaco vuelve a la normalidad, y que luego regreso a la cama y me pego al cuerpo caliente de Aurora y me quedo dormido hasta el mediodía. Dedico el cien por cien de mi capacidad cognitiva a imaginar que ignoro la cajetilla de tabaco abandonada entre periódicos atrasados y platos sucios, en medio del desastre en que se ha convertido nuestro piso desde que Aurora despidió a la chica, que no salgo a buscar en el tendal unos vaqueros y un jersey a juego, que no rebusco en los cajones de la cocina, que no me encuentro en el ascensor con el vecino del sexto y que no tengo que poner una sonrisa de circunstancias ni tirar de repertorio para comentar el buen otoño que estamos teniendo, tan bueno que parece que el verano va durar hasta diciembre y que ya el año pasado pasó igual, que no enciendo un pitillo mientras espero a que el vecino desaparezca al final de la calle, que el sol del amanecer no tiñe la acera con una pátina carmesí, que no atravieso la calle para llegar al parque, que no doy los buenos días al nuevo empleado municipal que sigue dispersando las hoja de los arces y de los abedules con el chorro de aire que sale de la tobera alimentada por el ruidoso motor de dos tiempos que carga a su espalda, que no lo rodeo con mis brazos, que no le tapo la boca y que no siento en las manos la caricia de la sangre caliente después de pasar el filo del cuchillo jamonero por debajo de su nuez, dibujando una trayectoria exactamente perpendicular a la de su tráquea, movimiento que no dejará de considerarse meritorio a poco que se tenga en cuenta que no soy profesional en la materia.
Dejo que el enorme disco rojo del sol recién nacido me bese el rostro, me limpio las manos en los fondillos del pantalón y pienso en lo estrecha que puede ser la línea que separa el éxito del fracaso. Quiero pensar que en esta ocasión mi esfuerzo tendrá recompensa. No vendrá un tercer empleado municipal a aventar con estruendo las hojas del parque. Esta vez no ha sido un error.