Costa-Gavras (I): Estado de sitio (Etat de siege, 1972)

Publicado el 01 junio 2015 por 39escalones

Dentro de la corriente de cine político tan fructífera a finales de los años sesenta y a lo largo de la siguiente década del pasado siglo, el nombre del cineasta greco-francés Constantin Costa-Gavras ocupa un lugar preferente. Una posición combativa y comprometida que se ha prolongado hasta la actualidad en producciones de distinto interés y nivel de calidad, pero siempre impulsadas desde la misma voluntad de denuncia y contestación. En el caso de Estado de sitio (Etat de siege, 1972), el objetivo de Costa-Gavras son los, por entonces, regímenes dictatoriales de América del Sur sostenidos por los Estados Unidos, y parte del caso particular del movimiento de los Tupamaros en Uruguay para relatar la forma en que el Departamento de Estado y las distintas agencias de seguridad norteamericanas adiestraba, apoyaba y daba cobertura técnica, logística y material a las fuerzas de seguridad de las dictaduras iberoamericanas.

Philip M. Santore (Yves Montand) es un experto en comunicaciones, adscrito a una agencia norteamericana de cooperación al desarrollo, que debido a su profesión ha vivido en distintos países de América Latina (Brasil, República Dominicana, ahora Uruguay…). Los Tupamaros lo secuestran junto a otras dos personas (un diplomático de la embajada de Estados Unidos y el cónsul de Brasil, país vecino gobernado en aquel tiempo por una dictadura), y los ocultan con intención de interrogarles, obtener información y, a través de las oportunas presiones internacionales, conseguir la dimisión del gobierno uruguayo. La trama oscila entre los grandes acontecimientos políticos del país, la convulsión que genera el secuestro, los debates parlamentarios, la repercusión en los ambientes financieros, las distintas operaciones policiales y militares para localizar a los secuestradores y descabezar al grupo rebelde…, y las conversaciones entre Santore y sus secuestradores, sobre todo con el llamado Hugo (Jacques Weber), en las que queda claro que el secuestrado no es quien dice ser, un inocente diplomático centrado en temas agrícolas y comerciales, sino un especialista en seguridad enviado por los Estados Unidos para adiestrar y dirigir los cuerpos policiales de los países en los que ha vivido gracias a su tapadera diplomática, y en los que sistemáticamente se recurre a la tortura y la violación de los derechos humanos. La conexión entre ambos puntos de vista es la óptica periodística, representada por el veterano cronista político Carlos Ducas (el célebre O. E. Hasse, veterano actor de amplia filmografía conocido popularmente por dar vida al asesino Otto Keller en Yo confiesoI confess, Alfred Hitchcock, 1953-), que contribuye a dar una visión de conjunto, a sintetizar las dos formas de afrontar la crisis, y proporciona unas cuantas gotas de cinismo que permiten relativizar tanto las intenciones revolucionarias de los Tupamaros como los “patrióticos” y “ejemplares” comportamientos de los políticos y de sus apoyos tradicionales, los financieros (la mayoría de los ministros son banqueros e industriales), el clero y los militares.

Contada en flashback a partir del violento desenlace del secuestro de Santore, Costa-Gavras construye una historia absorbente, apasionante, completamente desprovista de efectismos, trucos de guion, carruseles de acción y acrobacias visuales tan frecuentes en el cine político de hoy (en su mayoría, falsamente político, meramente propagandístico). El estilo del filme está caracterizado por su lenguaje directo, seco, con toques tanto de cine de intriga y suspense como de narración documental, de una desnuda contundencia a pesar de su textura naturalista (gracias al trabajo de fotografía de Pierre-William Glenn y al tratamiento de la música, una estupenda partitura del gran compositor griego Mikis Theodorakis, eso sí, dosificada con cuentagotas), y en el que el protagonismo, más allá de los dos o tres personajes que sirven de hilo conductor, es difuso, queda diluido entre la gran cantidad de rostros que pueblan la pantalla y que ejemplifican las distintas actitudes y los diferentes estados de ánimo del país en una situación de crisis. La estructura circular del filme viene complementada por un imaginativo uso de la elipsis y por la utilización de extractos, pequeñas piezas visuales que, colocadas en su correcto lugar del metraje, terminan por hacer encajar un conjunto en el que, como contrapartida, las situaciones de acción (tanto la ejecución de los elaborados planes de secuestro, desde el robo de los coches a la custodia de los rehenes, como las distintas acciones policiales encaminadas a su resolución, en especial el asalto del piso franco) están planteadas y ejecutadas igualmente con un frío distanciamiento que, sin embargo, resulta coherente con la estética naturalista predominante. Así queda plasmado, por ejemplo, en los insertos de distintos episodios a los que se refieren los interrogatorios de Santore, las clases impartidas a policías y militares de distintos países latinoamericanos en centros especializados de los Estados Unidos, así como en las sesiones públicas de tortura a detenidos en las que se muestra a los policías la forma y el resultado del uso de electrodos en los interrogatorios.

Este naturalismo, así como la ausencia de un protagonista dramático claramente marcado, hacen que las interpretaciones sean más efectivas que relevantes, aunque Montand y Hasse están perfectos en sus personajes. En el caso de Montand, en especial en el momento que Santore comprende cómo quiénes deberían estar trabajando por su liberación determinan que sale más a cuenta aprovecharse de su muerte que empecinarse en su rescate; en lo que a Hasse se refiere, su hierático (y algo zumbón) rostro sirve de máscara estática a las reflexiones más brillantes e inteligentes del filme, subrayan en palabras los pensamientos que las imágenes despiertan en el espectador, guiándolos e interpretándolos, pero dejándole sacar sus propias conclusiones, lo mismo que haría un auténtico periodista político con sus lectores. La vocación naturalista del tratamiento dramático del filme choca, no obstante, con lo más obvio: en una película completamente protagonizada por personajes estadounidenses y sudamericanos, la lengua predominante en la versión original es el francés, idioma en el que se comunican entre sí la mayoría de los personajes relevantes de ambos lados del drama, con los necesarios apuntes de español propios a situaciones como los debates parlamentarios, determinadas emisiones radiofónicas, los textos de la prensa escrita, etc.

Ejemplar producto del compromiso de Gavras con el cine reivindicativo, con las películas de denuncia y testimonio, con el cine defensor de las libertades, transmisor de valores democráticos y contrario a la manipulación informativa ejercida por los grupos más poderosos de la sociedad, se da la paradoja de que su rodaje transcurrió en Chile, en la capital, Santiago, y en Viña del Mar, Cerro Playa Ancha y Valparaíso, lugares en los que Gavras no pudo filmar cuando el objetivo de una de sus mejores películas, Desaparecido (Missing, 1982), se centró en el golpe militar que derrocó a Salvador Allende e instauró una dictadura militar dirigida por Pinochet.