Entre el amasijo de desventajas e inconveniencias que ofrece la alternativa del transporte público –al menos en la Argentina actual–, siempre existen pequeños detalles que ofician de compensadores, acaso vano consuelo de entusiastas. En mi caso, suelo entretenerme espiando los libros en que los pasajeros se encuentran enfrascados –a veces, descuidando mis propias lecturas, es claro–. No abordo colectivos ni subtes destinados con exclusividad a esos “bichos raros” que todavía conservan la costumbre de leer, pero en la última semana, grata fue mi sorpresa al toparme con un muchacho completamente abstraído en las páginas del cortazariano Libro de Manuel. También me descubrí haciendo unas ridículas contorsiones para develar que la señora del asiento delantero tenía entres sus manos el Ensayo sobre el don, de Marcel Mauss. Quizás algunos pícaros o presuntuosos, a sabiendas que existimos los abonados a esta inofensiva modalidad de vouyerismo mal disimulado, hagan ostentación de libros canónicos o exquisitos que, en el fondo, son de utilería. ¿Una forma rebuscada de seducción? Sospecho que no estaría del todo mal someter a cada potencial lector a un somero interrogatorio para ver hasta qué punto leen lo que exhiben en público.
Pero esta costumbre de posar nuestros ojos en los libros de los demás no se practica de ningún modo solamente arriba del transporte público, sino también en las plazas, en los bares, en las salas de espera, en las playas, en los pasillos de la facultad, y un largo etcétera. El escritor español Juan Cruz comenta una curiosa situación protagonizada por dos Premio Nobel: parece que durante un vuelo en el que coincidieron Camilo José Cela y Mario Vargas Llosa, éste llevó su intriga al nivel de la desesperación, pues el español llevaba varias horas ensimismado en un libro con tapas forradas. El peruano aprovechó una escapada al baño del prolífico Cela, para descubrir que tras los oscuros forros se escondía una obra… ¡del propio Cela!
Lo cierto es que ese incontenible placer que causa descubrir lo que está leyendo nuestro circunstancial vecino se encuentra amenazado. En el (casi) interminable debate que surge a raíz de la avanzada del e-book, de su proliferación e incorporación a nuestra vida cotidiana, los fundamentalistas del libro en su versión tradicional no deberían dejar pasar por alto este pequeño detalle de las tapas. Motoko Ritch escribió al respecto para “The New York Times”: Perhaps no other element of the book-making process receives as much input from as many different people as the jacket (…) Among other changes heralded by the e-book era, digital editions are bumping book covers off the subway, the coffee table and the beach.