El paso cultural del Renacimiento, aquel que habría culminado ya un periodo oscuro y medieval por el advenimiento luego del sentido más primordial y radiante del Hombre, no fue el único paso importante ni en el pensamiento ni en la estética en toda la Historia de la Humanidad. Sólo un siglo después, cuando el Barroco, balbuceante, comenzara ya su camino en el Arte, una de las motivaciones que lo propiciara fue por entonces un cierto sentido de orfandad, de pérdida de algo, de desorientación ante la vida, ante lo sagrado, ante la Naturaleza -cuya ciencia se iniciaba aún tímida pero decidida-, y ante todas las cosas que, antes, habían ya asentado sus prejuicios en el mundo.
Los creadores de esos duros años (1580-1620), de esos ofuscados años -como siempre serán los cambios finiseculares- tuvieron que asumir la encrucijada, esa difícil posición entre continuar con lo de antes o romper totalmente ya con lo anterior. El Renacimiento había florecido ya, lejos de ellos, y con la gloria enturbiadora además que consigue lo grandioso luego en los espíritus inquietos. El Manierismo acabó sumido en su éxito, llegó a lo máximo que un Arte pudiera llegar..., y así acabó, desubicado, detestado, agotado por completo. Así que, ahora, habría que cambiar..., había que seguir creando, pero, ¿con qué? Los italianos de Bolonia, esa ciudad tan dada por entonces a lo nuevo, a la experimentación y al impulso, crearon ya su escuela..., con el gran Annibale Carracci. Los flamencos -más apropiadamente la pintura estilo flamenca- eran los otros grandes revolucionarios. De la unión de ambos surgió algo que llevaría al Arte a un nuevo acontecer, a un seguir dando respuesta a los grandes problemas del hombre..., pero ahora con otro estilo y con otra forma de expresarlo.
Uno de los más curiosos creadores de entonces lo fue el alemán Adam Elsheimer (1578-1610). Nacido en Francfort, se apasionaría allí ya del realismo flamenco, ese nuevo estilo que trataría de expresar las cosas de otra forma. Pero, muy pronto, con veinte años, viajará a Italia para siempre, y allí descubrirá la luz y sus efectos. Moriría solo doce años después, en Roma, habiendo sido uno de los más originales y atrevidos creadores de entonces. Rubens, el gran Rubens, lo admiraría tanto que llegaría a adquirir obras suyas para disfrutarlas. De Elsheimer escribió a su muerte: uno podría esperar de él cosas que nadie hubiese visto antes, ni verá jamás. De ese modo, Rubens compraría pronto su obra Ceres en casa de Hécuba, un pequeño óleo misterioso y fascinante, realizado además sobre lámina de cobre. Luego, en el año 1645, la obra pasaría a la Colección real española.
Como siempre, hemos de ir a la Mitología para descubrir algo de lo que trata el cuadro. Ceres -Deméter en Grecia- es la diosa de la Tierra, de la cosecha, de la vida y de la Naturaleza. La leyenda contará que, cuando su hija Proserpina -Perséfone- fue raptada por el dios del inframundo, por Hades, Ceres se decidió a ir a buscarla como fuese. Luego, los poetas latinos -Ovidio- inventaron sus relatos para desentrañar otras cosas de la leyenda, otros sentidos... En su deambular por el mundo, Ceres llegará sedienta y de noche a un hogar perdido. Y, entonces, una vieja le ofrecerá agua junto a un niño. El relato latino contará cómo la diosa beberá ahora ansiosa de la vasija, necesitada ya por tanto caminar y caminar perdida. Toda una diosa como ella... ¿necesitada? Y es así que el pequeño no podrá contener ya la risa ofensiva, esa que llevará por ver lo más sagrado... ahora ridículamente convertido. Poco después, sigue contando el relato latino, Ceres, ofendida, transformaría al niño en una lagartija.
Pero, lo verdaderamente genial de la obra de Elsheimer es cómo él lo hizo... Estamos en el año 1605. La Reforma y la Contrarreforma habían trastocado ya el mundo espiritual por completo. Mucho más de lo que el Renacimiento ya hiciera con su platonismo. Ahora, los dioses serán degradados a lo más humano, a su versión más compasiva incluso... Una gran diosa se verá obligada a caminar de noche, perdida, sedienta, para tratar así, además, de ir y bajar a los infiernos... Da risa, en el sentido más infantil del término. Y esto es lo que aquí sucederá con la figura de un niño, de un ser que, ahora, no podrá evitar aquí el gesto sarcástico de verla ya beber con tanta ansia. La leyenda original mitológica es, sin embargo, de las más misteriosas de toda la mítica grecolatina. Es oscura. Y por eso el pintor quiso reflejar toda esa atmósfera tenebrosa aquí. La oscuridad ahora..., pero también la luz. Y ésta será distribuida en la obra en varios focos distintos. Cuatro. Tres artificiales y uno estelar. Pero los cuatro, ahora, desde diferentes puntos alrededor de la diosa. Uno la antorcha encendida de ella, de Ceres, dejada ahora sobre una rueda a sus pies; otro la vela de Hécuba, que no conseguirá iluminar del todo el rostro de la diosa...; uno más la hoguera al fondo del establo..., y, por fin, la luz enturbiada y alejada de la Luna.
Había que crear algo entonces..., el pintor tuvo que decidir ahora qué pintar. Ya se habría pintado tanto sobre héroes, sobre dioses encumbrados, sobre leyendas emotivas que vibran al color de los halagos..., sobre rasgos que habrían sido ya antes todo el especular mundo reflejado. Pero, ahora, en este momento tan decisivo de cambio del mundo, del cambio de siglo, y de pintar..., ¿cómo y qué crear ya para seguir creando? Y se decidió el pintor por esta oscura leyenda. ¿Qué significará ese niño ahí, en la obra y en el relato? ¿Qué hace la anciana Hécuba, personaje confundido entre otro legendario, ahora con su mano ya tratando de aplacar al niño? ¿Qué, realmente, quiso expresar o transmitir el creador con este óleo? Los símbolos, la interpretación de las obras de Arte, a veces, es un apasionado ejercicio... de inutilidad. Los sentimientos poéticos serán originados más por el hecho propio de serlos..., que por alguna oscura o indescifrable finalidad atropellada. Y los pintores lo expresarán ya con sus trazos, con su composición, con sus colores, y con sus sombras. Y es lo que hizo ya el creador alemán por entonces, elegir un relato tan misterioso como lo fuera el solo hecho, tan humano, de querer cambiar de pintar en una época...
(Óleo sobre lámina de cobre, Ceres en casa de Hécuba, ca.1605, del pintor barroco Adam Elsheimer, Museo del Prado, Madrid.)