- Hola - me saludó una voz femenina al descolgar el teléfono. - Hola - contesté yo, intentado adivinar quién era. - ¿Sabes quién soy? - preguntó. - Pues no. No te tengo fichada. Una risa cristalina, como campanillas, se oyó al otro lado. - Soy esa persona con la que tenías un club de espías. Tengo pruebas: aún conservo mi carnet. - ¿Cristina? - no puede ser otra. La risa cristalina vuelve a sonar. - Síííííí Cristina fue mi primera amiga. Por lo menos, la primera que yo recuerdo. Era una niña dulce y bajita. Siempre de las primeras de la fila en clase. Yo era larguirucha y bastante seca. Y siempre de las últimas. Ella era Candy-Candy. Yo, Patas Locas Crane. Pero a pesar de ello, eramos uña y carne. Con ella, jugué a espías y a Galáctica. Con ella, hice tortas de barro y montañas de hierba para desespero de mi pobre madre. Ella fue mi primer crítico literario - de unas novelas empalagosas llamadas "Las aventuras de Betty y John". Juntas empezamos a estudiar Medicina. Compartimos mesa de Anatomía, borracheras y juergas varias y nos enamoramos del mismo chico - que no fue para ninguna de las dos. Después de licenciarnos, yo me fui a Madrid y ella a Suecia. Fue nuestro punto y aparte. Después de - ¿cuántos?- dieciséis años sin vernos, el otro día me llamó. - Es que me hablaron de ti: "¿Conoces a esta chica, que escribe un blog...?" No me lo podía creer. ¡Claro que la conozco! Así que le pedí tu teléfono. Cuando nos vimos, fue como si el tiempo no hubiera pasado. En un par de horas, nos pusimos al día, pero tengo la sensación - sin duda, compartida - de que hubiéramos estado días de charla. No hay problema. Estoy convencida de que, esta vez, hemos puesto sólo un punto y seguido.
En la foto de arriba, Cristina y yo, con 9 años, poniendo cara de buenas.