Ésta, tiramillotes, va a ser una crónica de viaje de lo más subjetiva… claro que no puede ser de otra manera, ¡porque gracias a un libro he bajado hasta las profundidades del CERN! Pero primero lo primero: el orgulloso protagonista. Se titula Quantic Love, lo ha escrito la simpática autora y física Sonia Fernández-Vidal, y desde el pasado 24 de enero lo tenéis en vuestras librerías.
Laila está en el verano antes de entrar en su primer año de universidad y va a pasarse las vacaciones trabajando como camarera en el CERN, al lado de cerebritos con los que sabe se va a sentir torpe e insignificante. Y así es al principio, pero su compañera de habitación, una inteligente y alocada estudiante de físicas, la saca pronto de su letargo. En ese verano mágico, rodeada de protones, neutrinos y experimentos alucinantes, Laila tendrá tiempo de hacer buenos amigos, de conocer a un premio Nobel y de resolver la ecuación del amor. Es ésta una novela sencilla, graciosa, romántica y muy juvenil que nos enseña sobre todo dos cosas: qué es esto del amor y qué es eso de la física cuántica.
Y ahora sí, voy a contaros qué es el CERN y qué se hace ahí. Os hablo del mayor laboratorio de investigación en física de partículas del mundo. De 27 kilómetros de circunferencia, se sitúa en Ginebra (Suiza) lindando con Francia, y sus instalaciones se hunden en la tierra hasta alcanzar, en algunos puntos, los 150 metros de profundidad. El CERN es un lugar inmenso lleno de edificios grises y blancos que albergan máquinas asombrosas que hacen cosas espectaculares y casi de ciencia ficción. Los físicos, ingenieros y demás investigadores que trabajan ahí se cuentan por miles y proceden de todo el planeta, y hacen cosas como acelerar partículas, desarrollar nuevas tecnologías (¡allí se inventó la web!), soñar con viajar en el tiempo, descubrir los veloces neutrinos, investigar con imanes superconductores y sobre trenes que avanzan “levitando”… La verdad es que uno sale del CERN ojiplático y con la boca abierta. Así estuve yo durante el tour.
Todo comenzó el pasado lunes 23 de enero. Me desperté a eso de las cinco de la mañana y enseguida me zambullí en el metro de Madrid, dirección la T1 del aeropuerto de Barajas. Allí nos reunimos la mitad del grupo; la otra mitad volaría a Ginebra desde Barcelona. Adormilados, nos dimos apretones de mano y besos en las mejillas, y todavía entre bostezos echamos unos cafés, hicimos colas, nos inspeccionaron hasta los dedos de los pies y, por fin, entramos en el avión.
Nada más poner un pie en suelo ginebrino nos esperaban dos sorpresas: un autobús tuneado con pegatinas de Quantic Love y el bastión catalán, entre el que se encontraban Sonia Fernández-Vidal y el también escritor Francesc Miralles, que junto a su grupo de música Nikosia ha puesto la banda sonora al libro (para ambientaros podéis escucharla aquí, es realmente pegadiza). Más saludos y presentaciones, y al bus: ¡había que marchar al CERN! Sonia y los chicos de La Galera amenizaron el trayecto como unos animadores profesionales contagiándonos su ilusión y nos regalaron las bonitas Moleskine.
Y llegamos por fin al laboratorio más grande del mundo. Edificios diseminados por todas partes, bicicletas también por todas partes, científicos yendo de pabellón en pabellón y abarrotando el Restaurante 1 (del que Laila era camarera), de fondo las montañas nevadas de Ginebra… Espectacular y muy oxigenado, nada que ver con el corazón ruidoso de Madrid. Y mientras esperábamos a que nos dieran las llaves de nuestras habitaciones, pudimos visitar la habitación de Laila y su compañera de cuarto: si ya estábamos inmersos en su historia, eso logró que termináramos de ponernos en su piel por completo. Y así continuó el día: nos instalamos, unos guías de lujo (jóvenes científicos españoles la mar de entusiastas) nos dieron una vuelta por el lugar, ataviados con cascos rojos pudimos visitar el alucinante experimento ATLAS bajo tierra (el Gran Colisionador de Hadrones), comimos en el Restaurante 1, nos echamos una siestecita, seguimos investigando la zona y, al caer la noche, el autobús customizado
Martes 24, fresquito y nublado. Amanecí, me duché en una especie de baño de cartón pseudo-futurista, me enfundé en mis vaqueros nuevos y fui directa al Restaurante 1 para desayunar. Tenía la mañana torpe: me eché más café del que cabía en la taza, lo puse todo perdido, el líquido marrón resbalaba por mi bandeja mojando la servilleta y la tostada con mermelada… También me encargué de meter la manga del abrigo en el café. Como imaginaréis, corrí un tupido velo y me fui a la habitación a la velocidad de un neutrino. Me despedí de ella (le había cogido cariño), recogí mis cosas y subí al autobús: tocaba visitar los imanes y el cerebro del CERN. De esa mañana guardo otra anécdota más: en un momento dado me miré las manos y descubrí algo horrorizada que tenía los nudillos de color verdiazul… Naturalmente, compartí mi paranoia con mis compañeros y entre todos nos pusimos a elucubrar sobre el tema.
La tarde llegó pronto al CERN y tuvimos que decirle adiós. Nos montamos por última vez en el autobús cuántico y echamos a rodar hacia el aeropuerto de Ginebra, donde nos despedimos con cariño madrileños y catalanes a paso acelerado porque el avión a Madrid salía ya y todavía teníamos que facturar las maletas. Pero llegamos a tiempo, me gasté los francos que me quedaban en un par de chocolatinas y no paré de hablar de libros hasta que tomamos tierra. Ah, y ¿recordáis mis nudillos tuneados? Mi compañera de vuelo, a la que mando un caluroso saludo desde aquí, tuvo a bien iluminarme y quitarme un peso de encima: resulta que no era nada, que sin querer me los había frotado contra los vaqueros y se habían teñido… Y, como se suele decir en estos casos: FIN.