La mirada del hombre sobre sus sueños, sus esperanzas y también desesperanzas. Todas ellas acotadas bajo la distancia que nos marca el tiempo. El tiempo y los recuerdos que, sobre imágenes fragmentadas, se diluyen en nuestra memoria. La plenitud que da la madurez provoca notas que salen de un baúl en forma de Aleph musical que se desborda sobre las teclas de un piano o en las cuerdas de una guitarra, precipitando con ello un universo de sonidos y melodías que trascienden la barrera de nuestros sentidos y se depositan en la nebulosa de los deseos; deseos que no buscan más trascendencia que la necesidad de ese íntimo hedonismo que nos vuelva a hacer disfrutar con aquello que nos hace felices. La felicidad de un instante que nos hace estallar sin apenas hacer ruido. Ahí donde el silencio de las emociones no entorpece el caudal de imágenes que nos devuelven a aquellos momentos en los que verdad sentimos la necesidad de sentirnos vivos. Ahí es donde reside la riqueza de matices que McEnroe consigue concierto tras concierto y los convierte en un espasmo donde los sueños se hacen realidad. El pasado viernes, en una abarrotada Sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes, así lo atestiguaron. Y lo hicieron desde la serenidad del que se siente a gusto con lo que hace. Desde esa plenitud que nos proporciona la certeza de las buenas vibraciones que los demás nos logran transmitir fueron atacando un setlist perfecto de ritmo y melodías; un setlist perfecto que se comportó como una sinfonía sin más límites que el de los sueños y las sensaciones que lograron despertar en sus seguidores que, hipnotizados, se dejaban hacer y llevar, por más que en la parte de atrás de la sala el sonido no fuera todo lo bueno que cabía esperar, pero no así en la parte delantera, cerca del escenario, donde la reverberancia del local no fue capaz de apoderarse del sonido del grupo vasco. A todo ello, habría que añadir el gran momento de forma de un Ricardo Lezón, casi inmune al escenario y lo que eso le comporta para su afamada timidez, pues imbuido del buen ambiente del concierto puso de su parte lo mejor que sabe hacer: transmitir emociones a raudales con una voz rasgada y entrecortada por la fuerza que poseen cada una de las letras de sus canciones, que se comportan como poemas cargados de algoritmos que van y vienen en busca de la necesidad de ese arrebato que los hace únicos. Metáforas poderosas que transmiten imágenes únicas unas veces, sencillas otras, pero que sin duda, son el eco de un universo plagado de pasiones y desamores.
Lo de menos fue como empezó el concierto: «Ha sido sombra, he sido luz,» de su canción Seré tú, de su último disco titulado La distancia y, del que, como dijo Lezón en el concierto, están muy contentos. O como terminó, con su himno Rayo de luz, en una nueva demostración de la profundidad de sus melodías, que encuentran en la oscuridad un plus de genialidad. Y es ahí, en ese contexto de guitarras armónicas y teclados acompasados donde los de Getxo se convierten en perfectos ejemplos de una autenticidad perdida en el túnel del tiempo. Arrebatadores como pocas veces les hemos visto sobre un escenario, McEnroe demostraron esa necesidad de comunicación con sus seguidores, que eso sí, les acompasaron casi en cada canción con una gran ovación y con unos ¡bravos! que sonaban aquí y allá en una perfecta armonía de felicidad o admiración. Quizá, porque como dice la letra de la canción La distancia de lobo: «Hay un ruido en mí,/ que no sé parar,/ un rumor constante/ como el de las manzanas que no saben caer».
Ángel Silvelo Gabriel.