Lacombe, Lucien es un filme explícitamente adscrito a la famosa narración de arte y ensayo, un estilo cinematográfico de auge y existencia breve, marcado por el elevado contenido político de sus guiones, un ritmo excesivamnete pausado, tics de interpretación que hoy se consideran impostados o superados, deseo de experimentación formal, diálogos literarios, lentitud expositiva... Hace falta paciencia y voluntad consciente para enfrentarse hoy día a este cine tan interesante como elitista y --quizá-- bienintencionado. Probablemente la adopción de ese estilo sea una de las razones que explican su distanciamiento de los hechos, y también su pérdida de vigencia.
Pero por encima de todos estos recursos --efímeros por imperativo de las modas y gustos de la época, como todos--, puede que lo que más caracterice al cine de arte y ensayo setentero sea la crónica revisionista en clave política de ciertos acontecimientos de su pasado reciente (especialmente la posguerra europea de los cuarenta y cincuenta) y, sobre todo, esa especie de dialéctica de la imagen que a la crítica de su tiempo le pareció el cenit de la abstracción cinematográfica. Al igual que Resnais, Cavani, Bertolucci, Antonioni o Godard, Malle no escapa a esta especie de precepto y se lanza a fondo para remarcar con la cámara los momentos en los que el presente de Lucien, repleto de poder y privilegios a medida que se involucra en la policía colaboracionista, se convierte, sin ser él mismo del todo consciente, en una relación de amo/esclavo en las que se han invertido las relaciones de poder que él mismo ejerce con sus paisanos. Y es que Lucien se enamora de France --perturbadora Aurore Clément, a la que podemos ver en el reparto de Cegados por el sol (2015)-- una judía de belleza delicada, la misma que lleva a cometer toda clase de tonterías a los hombres (como abandonar y traicionar a quienes le han convertido en un dominador).
Los más curioso es que, en el momento de su estreno, la película provocó un gran revuelo porque su director no tomaba partido por uno de los dos bandos en conflicto (posicionándose en el de la Resistencia, claro), sino que se limitaba a presentar las nefastas decisiones de un pobre campesino que pensaba que sus decisiones no tenían consecuencias más allá de sus pensamientos, sin tener en cuenta que además suponían un planteamiento político en el ambiente social en el que se mueve. Aquel año, la crítica izquierdista despreció tanto la forzada relación entre nazismo y erotismo que proponía Cavani en Portero de noche (1974) como la supuesta visión behaviorista y afectivo-romántica (sin aparente contenido ideológico) de Lacombe, Lucien. Y es que Malle sólo echa mano del contexto político para hacer avanzar la historia, limitándose a ser el cronista de una improbable fascinación física y sentimental (los primeros planos de Clément puntúan descaradamente una narración que aparenta desapasionamiento y distancia). Apenas trece años separan esta visión fundamentalmente estética del aplomo y del absoluto dominio de la narración que el mismo director exhibió en Adiós, muchachos (1987).
Es triste comprobar cómo el argumento y la película han envejecido con la misma rapidez que el estilo de intención literaria y vanguardista que le da forma. Vista desde la perspectiva del espectador de principios del siglo XXI resulta cargante por su lentitud, pero sobre todo por su bucólico y absurdamente abierto desenlace. Está claro que el tema y la ambientación del conflicto demuestran la valentía de Malle y Modiano, pero no todo lo puede eclipsar el deseo sobrevenido ni el compromiso adquirido de presentar en imágenes algunas de las contradicciones de la civilización occidental.