Desde Kabul.
El sol empieza a reflejarse por la cola del avión ahuyentando a los fantasmas de la noche que aún pernoctan sobre la yerma y desolada llanura. Los dedos afilados del Hindu Kush blanquecinos por la nieve intentan atrapar sin éxito el avión que se escabulle entre sus falanges de piedra. El blanco cubre la tierra baldía hasta donde alcanza la vista. No hay vida, no hay nada… Esto es Afganistán. Me viene a la cabeza un dicho muy popular entre los afganos que dice: “Cuando Alá hizo el resto del mundo, vio que había quedado un montón de desechos, fragmentos, trozos y restos que no encajaban en ninguna otra parte. Tras reunirlos, los arrojó a la tierra y así creo Afganistán”. Visto desde aquí arriba, no les falta razón.
Una vez en tierra el panorama no es mucho mejor. Kabul tiene una amalgama de marrones que cubren la ciudad por completo. Una ciudad donde sus edificios, mejor que nadie, reflejan la devastación de las guerras pasadas y la preocupación por los años venideros. El adobe y la arenisca se caen a pedazos como las lágrimas de sus habitantes; quienes han perdido todo atisbo de esperanza.
El polvo de las carreteras sin asfaltar se eleva hacia los dominios de Alá cubriendo una ciudad triste y gris. Es pleno invierno y el frío aprieta. Los arcenes- si se les pueden llamar así- reflejan las nevadas de días anteriores mientras que la desigual calzada intenta asomar la cabeza para no morir ahogada en la inmensidad de los charcos. Los abrigos- los que pueden permitirse uno- cubren los cuerpos de los habitantes de Kabul que piensan, preocupados, en cómo pasarán la noche con temperaturas bajo cero y sin calefacción ni agua caliente en sus casas. Esto es Kabul, el corazón de un país que comienza a dar síntomas de fatiga.
La ciudad- que en otro tiempo fue residencia de grandes reyes- tiene como original banda sonora los cláxones de los miles de coches que colapsan las arterias de una ciudad a medio derruir y huérfana de alegría. Los habitantes de Kabul no sonríen, pero es que tampoco tienen motivos para ello. Nada invita al optimismo. Nadie arrima el hombro por ellos. En ocho años los ‘aliados’ se han dedicado a levantar infraestructuras- casas, colegios, centros médicos, etc… - que tienen una vida media de cinco meses- lo que dura un reemplazo. Los materiales, los más baratos del mercado, no aguantan el empuje de una ciudad que nunca descansa. Los miles de millones de dólares invertidos en la reconstrucción del país caen en manos codiciosas mientras los civiles miran al cielo esperando que alguien deje de apretarles la soga. El cuello no les da para más.
El corazón de Kabul se asemeja más a una ciudad amurallada del siglo XII que a la capital de un país. Por doquier hay muros de hormigón levantados con el propósito de impedir atentados suicidas y ataques de los talibán que viven aletargados entre los civiles esperando su momento para dar un zarpazo- el último a 50 metros del palacio donde vive Hamid Karzai.El
verde caqui de los uniformes militares se entremezcla c
on el azul cobalto de los burkas de las pocas mujeres q
ue se atreven a pasear solas por la calle.
Soldado afgano montando guardia en el centro de Kabul. Foto: A. Pampliega
Sus ojos enjaulados en la tela maldita miran fijamente a la amenazante ametralladora sobre la que está apoyado un imberbe soldado que sonríe ante la atenta mirada del extraño extranjero que desentona con su reluciente cámara de fotos en un paisaje dibujado con el pincel de la guerra. Una guerra eterna…
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