Afganistán se ha convertido en ese lugar donde occidente acude en masa a limpiar sus conciencias manchadas de remordimientos a golpe de talonario. Por todo el país se erigen obras arquitectónicas que no sirven más que para maravillarse de los muchos millones que invierten todos en el país asiático; y para poder darse golpecitos en la espalda y fuertes apretones de manos antes de irse a la cama con la conciencia bien tranquila de quien ha hecho una esplendida contribución social a un país devastado por la guerra.
Excusan su presencia militar en el país argumentando que están aquí para contribuir a una mejoría en la calidad de vida de los ciudadanos. Hipocresía de salón que sólo sirve para llenar titulares en los periódicos y demostrar a la opinión pública que la contribución que se hace en Afganistán es incuestionable. Pero pasado el tiempo… el polvo y la arena se apoderan de todo arrastrándolo al pasado de un país sin futuro. Es una verdad que permanece oculta porque a nadie le importa un rábano nada de lo que pase por aquí y mucho menos si no hay muerto de por medio.
Entre la base aérea de Kandahar y Camp Hero se levanta, imponente y excepcional, un edifico que llama poderosamente la atención por su vivo color azul. La bandera de Afganistán ondea, mecida por el viento, en lo alto de la fachada. “Es un colegio. Bueno o esa fue la intención con la que se construyó”, apunta el capitán Michael Hampton que detiene el coche frente a una verja desvencijada.
Este fastuoso colegio- ya quisieran algunos niños españoles tener un edificio así- está cerrado. Pero no por culpa de las vacaciones estivales. “Lo inauguraron hace dos años. Vino Karzai, la prensa y fue una ceremonia muy bonita… Pues bien. Nunca se ha utilizado”, sentencia.
Aulas vacías. Pizarras inmaculadas que aún no han sentido el frescor de la tiza resbalando por su superficie. Clases que rebosan tristeza de no poder disfrutar de las risas de los niños. Pupitres carcomidos por el polvo. Un polvo que en Afganistán lo engulle todo. “Este edifico lo construyeron los canadienses destinado a los niños de la ciudad de Kandahar. Se proyectó para que diera cabida a unos 300 niños. Tiene un amplio patio con columpios en la parte de atrás y lo más curioso de todo: ¡Una piscina! ¿Te lo puedes creer? El colegio de mi hijo en Estados Unidos no tiene una maldita piscina. Una piscina que nunca se ha llenado de agua. Es una cosa de locos. Muchas veces me pregunto qué sentido tiene haber malgastado el dinero de esta forma”, hace autocrítica mirando melancólico el edifico fantasma.
Peor no hace falta que nos vayamos al sur del país para encontrar despropósitos de tal magnitud. En el corazón de Kabul, muy cerca de la glorieta que han dedicado a Ahmed Shah Massoud, antiguo señor de la guerra y comandante supremo de la Alianza del Norte, se encuentra enclavado el hospital Infantil Indira Gandhi. Es el barómetro por el que se mide la sanidad afgana… Una sanidad carente de todo menos de enfermos y de médicos resignados que miran impotentes cómo sus pacientes, muchas veces menores de un año, agonizan a la espera de unos medicamentos que nunca llegan. Cómo a pesar de todos sus esfuerzos acaban sucumbiendo a la impotencia de un país carente de todo y olvidado por todos.
El Indira Gandhi es un monstruoso edificio de ladrillo y hormigón enclavado en el corazón de una ciudad demolida por interminables bombardeos. Un alarde de fastuosidad en un país que se muere de hambre y con uno de los índices de mortalidad infantil más elevados del planeta. Un mamotreto erigido a bombo y platillo con dinero japonés y que sólo es fachada. Porque en su interior carece de todo menos de niños a los que el reloj de arena de la muerte sigue descontado la vida. Una matrícula de honor que calma las atormentadas conciencias de los occidentales y que levanta ampollas entre la población civil que observa, impotente, cómo sus hijos mueren en un edificio de miles de millones de euros pero que carece de medicinas… Una oda a la sinrazón.